Digby, demasiado flaco para ser de gran utilidad en aquel muro humano, se dedicaba a acuchillar a los atacantes por entre las piernas y los brazos, en cualquier hueco que le brindaran.
—?Mis pistolas! —le gritó Laurence. Le era imposible desenfundarlas él mismo: estaba aferrando el alfanje con dos manos, una en la empu?adura y otra en la parte plana de la hoja para contener a tres hombres a la vez. Estaban tan apretados que no podían moverse a los lados para golpearle: sólo subían y bajaban las espadas en línea recta, tratando de quebrar su hoja por el puro peso.
Digby sacó una de las pistolas de su funda y disparó, alcanzando entre los ojos al hombre que estaba justo enfrente de Laurence. Los otros dos retrocedieron sin querer, y Laurence consiguió acuchillar a uno en el vientre; después agarró al otro del brazo derecho y le tiró al suelo. Digby le clavó una espada en la espalda y el chino se quedó inmóvil.
—?Apunten armas! —gritó Riggs desde atrás, y Laurence rugió:
—?Despejen la puerta!
Lanzó un tajo a la cabeza del hombre que estaba luchando con Granby, obligándole a retroceder, y luego se apartaron juntos de la puerta; el suelo de piedra pulimentada ya estaba resbaladizo bajo sus botas. Alguien le puso en la mano una jarra goteante; dio un par de tragos y se la pasó a otro, mientras se enjugaba la boca y la frente con la manga. Los fusiles dispararon a la vez, y tras un par de disparos más volvieron a la refriega.
Los atacantes habían aprendido ya a temer a los fusiles y habían dejado un peque?o espacio libre ante la puerta, arremolinándose unos cuantos pasos más atrás bajo las antorchas. Casi llenaban el patio frente al pabellón: el cálculo de Sun Kai no había sido exagerado. Laurence disparó a un hombre a seis pasos de distancia y después le dio la vuelta a la pistola. Le dio un culatazo a otro en la sien cuando los chinos volvieron a la carga, y enseguida se vio de nuevo empujando contra el peso de las espadas, hasta que Riggs volvió a gritar.
—Bien hecho, caballeros —dijo Laurence, respirando hondo. Los chinos habían retrocedido al oír la voz y no se asomaron de inmediato a la puerta. Riggs tenía experiencia suficiente para contener la salva hasta que los atacantes avanzaran de nuevo—. Por el momento la ventaja es nuestra. Se?or Granby, vamos a dividirnos en dos grupos. Quédese atrás en la siguiente oleada y nos iremos alternando. Therrows, Willoughby, Digby, conmigo; Martin, Blythe y Hammond, con Granby.
—Yo puedo ir con ambos, se?or —dijo Digby—. No estoy cansado, de verdad. Para mí es menos trabajo, ya que no puedo ayudar a contenerlos.
—Muy bien, pero asegúrese de beber agua en los intermedios y retroceder de vez en cuando —dijo Laurence—. Esos malditos son muchísimos, como supongo que ya habrán visto todos —a?adió con franqueza—, pero nuestra posición es buena, y estoy seguro de que podemos contenerlos todo el tiempo que haga falta siempre que regulemos bien nuestros esfuerzos.
—Y si alguno recibe un corte o un golpe, que vaya a ver a Keynes enseguida para que se lo vende. No podemos permitirnos perder a nadie porque se desangre —a?adió Granby, a lo que Laurence asintió—. Sólo tienen que dar una voz, y alguien ocupará su puesto en la línea.
De pronto, en el exterior sonó un grito enfervorizado que provenía de muchas gargantas. Estaban haciendo acopio de valor para enfrentarse a la descarga. Después se oyó el sonido de muchos pies corriendo y Riggs exclamó ??Fuego!?, mientras los atacantes volvían a asaltar la entrada.
La lucha en la puerta suponía más tensión ahora que había menos defensores a mano, pero la abertura era tan angosta que aun así podían contenerlos. Los cuerpos de los muertos levantaban un siniestro suplemento a la barrera, y ahora se apilaban en dos y hasta en tres pisos, de modo que algunos de los asaltantes tenían que trepar sobre ellos para luchar. El tiempo de recarga parecía sobrenaturalmente largo, aunque se trataba de una ilusión. Laurence agradeció mucho el descanso cuando por fin estuvo lista la siguiente andanada. Se apoyó en la pared y bebió de nuevo del jarrón. Le dolían los brazos y los hombros por aquella presión constante, y también las rodillas.
—?Está vacío, se?or?
Dyer estaba allí, ansioso, y Laurence le pasó el jarrón. El chico trotó de vuelta hacia el estanque, atravesando la humareda que envolvía el centro de la sala y que poco a poco se levantaba hacia el vacío tenebroso que había sobre sus cabezas.