Temerario II - El Trono de Jade

—Se?or, déjenos hablar en privado —le dijo Laurence a Sun Kai con voz tajante. El embajador, sin discutir, inclinó la cabeza en silencio y se apartó a cierta distancia.

 

—Se?or Hammond —dijo Laurence, volviéndose hacia el diplomático—, usted mismo me advirtió que me cuidara de los intentos de separarme de Temerario. Ahora piense en ello: si vuelve aquí y descubre que nos hemos ido sin ninguna explicación y que también falta nuestro equipaje, ?cómo nos encontrará de nuevo? Quizás incluso consigan convencerlo de que se nos ha ofrecido un trato y le hemos dejado aquí deliberadamente, tal como Yongxing quería que yo hiciera.

 

—?Y en qué va a mejorar la situación si vuelve y le encuentra muerto, y a todos nosotros con usted? —dijo Hammond, impaciente—. Sun Kai ya nos ha dado motivos antes para confiar en él.

 

—Le doy menos importancia que usted a un consejo sin trascendencia, se?or, y más a una larga y deliberada mentira por omisión. Es indudable que ha estado espiándonos desde el mismo momento en que nos conoció —dijo Laurence—. No, no vamos a ir con él. Temerario sólo tardará unas cuantas horas en volver, y confío en que hasta entonces seremos capaces de resistir.

 

—A menos que hayan encontrado alguna forma de entretenerlo para que prolongue su visita —repuso Hammond—. Si el gobierno chino quisiera separarnos de él, durante su ausencia podrían haberlo hecho por la fuerza en cualquier momento. Estoy seguro de que Sun Kai puede arreglarlo para que le enviemos un mensaje a la residencia de su madre una vez que estemos a salvo.

 

—Entonces dejemos que se vaya y envíe el mensaje ahora, si quiere —dijo Laurence—. Usted puede irse con él.

 

—No, se?or —respondió Hammond, sonrojado, y giró sobre los talones para hablar con Sun Kai. El embajador meneó la cabeza y se fue, mientras Hammond se acercaba al montón de armas para coger un alfanje.

 

Trabajaron durante otro cuarto de hora. Trajeron a empujones tres de aquellas rocas de formas tan pintorescas que había en el exterior para levantar la barricada de los fusileros, y trajeron también el enorme diván del dragón para bloquear la mayor parte de la entrada. El sol ya se había puesto, pero no se encendieron las linternas que solían iluminar la isla y tampoco se veía se?al de vida humana por ninguna parte.

 

—?Se?or! —le chistó Digby de repente, se?alando hacia los jardines—. Dos puntos a estribor, por fuera de las puertas de la casa.

 

—Apártense de la entrada —ordenó Laurence. Era incapaz de ver nada en el crepúsculo, pero los ojos de Digby eran más jóvenes que los suyos y veían mejor—. Willoughby, apague esa luz.

 

Al principio no hubo más ruidos que el suave clic-clic de las armas al montar los percutores, el eco de su propia respiración en sus oídos y el zumbido constante e imperturbable de las moscas y mosquitos en el exterior. Después se acostumbró a ellos y los filtró, y por debajo pudo oír sonido de pies ligeros a la carrera: eran muchos hombres, pensó. De pronto, se escuchó un chasquido de madera rota y varios gritos.

 

—Han irrumpido en la casa, se?or —susurró Hackley con voz ronca desde las barricadas.

 

—?Silencio! —ordenó Laurence, y mantuvieron una callada vigilia mientras el sonido de muebles y cristales rotos llegaba desde la casa.

 

El resplandor de las antorchas del exterior proyectaba sombras en el pabellón que brincaban y serpenteaban en ángulos extra?os conforme empezaba la búsqueda. Laurence oyó las voces de hombres que se llamaban entre sí; el sonido había rebotado en los aleros del tejado. Miró hacia atrás. Riggs asintió y los tres fusileros levantaron sus armas.

 

El primer hombre apareció en la entrada y vio el trozo de madera del diván que la bloqueaba.

 

—?Es mío! —dijo Riggs claramente, y disparó. El chino cayó muerto, con la boca abierta para gritar.

 

Pero la detonación del arma desató más gritos fuera, y varios hombres entraron corriendo con espadas y antorchas en las manos. Sonó una ráfaga completa, que mató a otros tres, después un disparo más del último fusil, y Riggs gritó:

 

—?Cebar y recargar!

 

La rápida matanza de sus compa?eros había refrenado el avance del grueso de los hombres, que se habían apelotonado en la abertura que quedaba en la entrada. Entre gritos de ??Temerario!? y ??Por Inglaterra!?, los aviadores salieron de entre las sombras y se enzarzaron con los atacantes a brazo partido.

 

Después de la larga espera en la oscuridad, la luz de las antorchas era dolorosa para los ojos de Laurence, y el humo de la madera ardiendo se mezclaba con el de los mosquetes. No había espacio para practicar esgrima de verdad: peleaban empu?adura contra empu?adura, salvo cuando alguna de las espadas chinas se partía (olían a óxido) y unos cuantos hombres tropezaban. En los demás momentos simplemente empujaban contra la presión de decenas de cuerpos que trataban de abrirse paso por la estrecha abertura.