Temerario II - El Trono de Jade

—Ninguna de ambas cosas está permitida —repuso Yongxing—. No es apropiado que unos extranjeros deambulen por Pekín para interrumpir el trabajo de los magistrados y los ministros, ya están bastante ocupados.

 

Esta respuesta dejó atónito a Hammond, la perplejidad era patente en su cara. Por su parte, Laurence ya llevaba demasiado tiempo sentado: era obvio que lo único que quería Yongxing era hacerles perder el tiempo mientras el muchacho adulaba y convencía a Temerario. Dado que no era su propio hijo, sin duda Yongxing le habría elegido de entre sus parientes por poseer un encanto especial y le habría instruido para ser lo más insinuante posible. Laurence no temía realmente que Temerario pudiera preferir al chico, pero no tenía ninguna intención de quedarse allí sentado haciendo el tonto mientras Yongxing llevaba a cabo sus planes.

 

—No podemos dejar a los ni?os sin vigilar de esta forma —dijo de pronto—. Espero que me disculpe, se?or —a?adió, y se levantó de la mesa al tiempo que hacía una reverencia.

 

Como ya sospechaba, Yongxing no tenía el menor deseo de sentarse a charlar con Hammond, excepto para dejarle campo abierto al chico, así que se levantó también para despedirse de ellos. Volvieron todos juntos al patio, donde Laurence descubrió para su íntima satisfacción que el muchacho se había bajado del brazo del dragón y estaba jugando a las tabas con Roland y Dyer. Mientras los tres comían galletas, Temerario se había acercado hasta el embarcadero para disfrutar de la brisa del lago.

 

Yongxing dijo algo en tono enfadado y el chico se puso en pie como un resorte, con expresión culpable. Roland y Dyer, igualmente avergonzados, miraron de reojo sus libros abandonados.

 

—Pensamos que lo más educado era ser hospitalarios —se apresuró a decir Roland, aguardando a ver cómo se lo tomaba Laurence.

 

—Espero que haya disfrutado de su visita —respondió Laurence con voz suave, para alivio de los ni?os—. Ahora, volved a vuestro trabajo.

 

Roland y Dyer corrieron de vuelta a sus libros. Yongxing, tras ordenar al muchacho que le siguiera e intercambiar unas breves palabras en chino con Hammond, se marchó con cara de pocos amigos. Laurence se alegró de verle irse.

 

—Al menos podemos dar las gracias de que los movimientos de De Guignes estén tan restringidos como los nuestros —dijo Hammond pasado un momento—. No puedo creer que Yongxing se tome la molestia de mentir en este asunto, aunque tampoco alcanzo a comprender cómo… —se interrumpió, perplejo, y meneó la cabeza—. Bueno, tal vez ma?ana pueda averiguar un poco más.

 

—Perdón, ?puede explicarme eso? —preguntó Laurence, y Hammond le respondió con aire ausente:

 

—Ha dicho que iba a volver otra vez y a la misma hora. Pretende convertirlo en una visita regular.

 

—Puede pretender lo que quiera —dijo Laurence, furioso al comprobar que Hammond había aceptado con tanta docilidad más intromisiones—, pero yo no pienso jugar a que le hago caso. En cuanto a usted, no alcanzo a entender por qué malgasta el tiempo cultivando la compa?ía de un hombre del que sabe de sobra que no siente la menor simpatía por su persona.

 

Hammond le respondió algo acalorado:

 

—Claro que Yongxing no tiene simpatía natural por nosotros. ?Por qué iba a tenerla él o cualquier otro de este lugar? Nuestro trabajo es ganárnoslos, y si Yongxing está dispuesto a brindarnos la oportunidad de convencerle, es nuestro deber intentarlo, se?or. Me sorprende que el esfuerzo de guardar la compostura y beber un poco de té ponga a prueba su paciencia.

 

Laurence restalló:

 

—?Y a mí me sorprende ver que, pese a sus protestas anteriores, se preocupa tan poco ante este intento de suplantarme!

 

—?Cómo, por un chico de doce a?os? —respondió Hammond, con tanta incredulidad que casi sonaba ofensivo—. Por mi parte, se?or, me deja estupefacto que se alarme ahora. Quizá si antes no hubiera desechado mi consejo tan rápido, no tendría por qué tener tanto miedo en este momento.

 

—Yo no tengo ningún miedo —respondió Laurence—, pero tampoco estoy dispuesto a consentir tanto descaro en mi presencia, ni a rendirme dócilmente a una invasión diaria cuyo único propósito es insultarnos.

 

—Le recuerdo, capitán, como hizo usted no hace tanto tiempo, que al igual que no está bajo mi autoridad, yo no estoy bajo la suya —replicó Hammond—. Es a mí a quien han encargado la dirección de nuestra diplomacia, gracias a Dios. Si lo hubieran dejado en sus manos, me atrevo a decir que ahora mismo estaría volando de vuelta a Inglaterra tan contento, dejando a sus espaldas la mitad de nuestro comercio en el Pacífico sepultado en el fondo del mar.

 

—Muy bien. Puede hacer usted lo que quiera, se?or —dijo Laurence—, pero será mejor que le deje claro que no pienso permitir que su pupilo vuelva a quedarse solo con Temerario. Creo que después de eso le encontrará menos proclive a dejarse convencer. Y no se le ocurra pensar —a?adió— que toleraré que deje entrar al chico cuando yo esté distraído.