Temerario II - El Trono de Jade

El propio Temerario estuvo muy callado el día después de la visita. Laurence salió a sentarse a su lado y lo miró con inquietud, pero no sabía cómo abordar el asunto que lo atormentaba, ni qué decir. Si Temerario se sentía cada vez más descontento con su destino en Inglaterra y quería quedarse, no había nada que hacer. Hammond no pondría pegas siempre que pudiera llevar a buen término sus negociaciones. Estaba mucho más preocupado por establecer una embajada permanente y firmar algún tipo de tratado que por llevarse a Temerario a casa. Laurence no tenía ninguna intención de forzar la cuestión antes de tiempo.

 

Cuando se despidieron, Qian le había dicho a su hijo que podía visitar el palacio cuando quisiera, pero no había hecho extensiva la misma invitación a Laurence. Temerario no le había pedido permiso para ir, pero no hacía más que mirar a lo lejos, pensativo, y recorrer el patio en círculos. Incluso rechazó la oferta de Laurence de leer juntos. Al fin, cada vez más enojado consigo mismo, Laurence le preguntó:

 

—?Quieres ir a ver a Qian otra vez? Seguro que agradece tu visita.

 

—A ti no te ha invitado —objetó Temerario, pero a la vez desplegó las alas a medias, indeciso.

 

—El que una madre quiera ver a su hijo en privado no puede suponer ninguna ofensa —dijo Laurence.

 

Esta excusa fue suficiente. Temerario, casi resplandeciente de alegría, emprendió el vuelo al instante. No regresó hasta el atardecer, muy contento y con muchos planes para volver.

 

—Han empezado a ense?arme a escribir —dijo—. Hoy he aprendido ya veinticinco signos. ?Quieres que te los ense?e?

 

—Claro que sí —respondió Laurence, y no sólo por complacerle. Con gesto adusto, se puso a estudiar los símbolos que Temerario le explicaba y a copiarlos lo mejor que pudo con una pluma en lugar de un pincel mientras el dragón los pronunciaba para él, aunque acogía con un gesto más bien escéptico los intentos de Laurence por reproducir los sonidos. No hizo grandes avances, pero su empe?o hacía tan feliz a Temerario que le era imposible protestar por ello, y de paso le servía para disimular la terrible tensión que había sufrido durante aquel interminable día.

 

Sin embargo, y para terminar de exasperarle, en aquel asunto Laurence no sólo tenía que luchar contra sus propios sentimientos, sino también contra Hammond.

 

—Una visita, y en compa?ía de usted, ha podido servir para tranquilizar a su madre y brindarles a usted y ella una oportunidad de conocerse —puntualizó el diplomático—, pero no podemos permitir estas visitas continuas y en solitario. Si llega un momento en que prefiere China y decide quedarse por propia voluntad, perderemos toda esperanza de éxito. Nos enviarán de vuelta a casa de inmediato.

 

—Basta, se?or —dijo Laurence, indignado—. No tengo la menor intención de insultar a Temerario sugiriendo que su natural deseo de relacionarse con su linaje supone una deslealtad.

 

Hammond insistió y la conversación se fue acalorando. Por fin, Laurence dijo:

 

—Si debo dejar claro esto, que así sea: no me considero sometido a sus órdenes. No he recibido instrucciones a tal efecto, y sus intentos por imponerme su autoridad sin un fundamento oficial son del todo inaceptables.

 

Sus relaciones, que eran frías pero tolerables, se convirtieron en gélidas, y aquella noche Hammond no fue a cenar con Laurence y sus oficiales. Al día siguiente, sin embargo, acudió temprano al pabellón, antes de que Temerario saliera a hacer su visita, y le acompa?aba el príncipe Yongxing.

 

—Su Alteza ha tenido la amabilidad de venir a ver qué tal estamos. Estoy seguro de que se unirá a mí para darle la bienvenida —dijo, subrayando con cierta dureza las últimas palabras. Laurence se levantó de mala gana y compuso su gesto más formal.

 

—Es usted muy amable, se?or. Como verá, estamos muy a gusto aquí —dijo con rígida cortesía, y también con cautela. No se fiaba en lo más mínimo de las intenciones de Yongxing.

 

El príncipe inclinó la cabeza un poco, igualmente envarado y sin sonreír. Después se volvió y le hizo una se?a a un joven que le acompa?aba. No tenía más de trece a?os y vestía unas ropas anodinas en el algodón de color a?il tan habitual. El muchacho levantó la vista, inclinó levemente la barbilla ante Laurence y pasó de largo para dirigirse hacia Temerario, a quien saludó con toda ceremonia. Levantó ambas manos con los dedos entrelazados e inclinó la cabeza, al mismo tiempo que decía algo en chino. Temerario parecía un tanto aturdido, y Hammond exclamó:

 

—?Dile que sí, por el amor de Dios!

 

—Oh… —respondió Temerario, dubitativo. Pero después le dijo algo al chico, evidentemente afirmativo. Laurence se sorprendió al ver que el muchacho trepaba a la pata delantera de Temerario y se acomodaba allí. El semblante de Yongxing siempre era difícil de leer, pero había una pincelada de satisfacción en su boca. Después dijo:

 

—Nosotros vamos a entrar a tomar el té —y se volvió.

 

—Asegúrate de no dejarle caer —se apresuró a a?adir Hammond dirigiéndose a Temerario mientras miraba con aprensión al chico. éste se había sentado con las piernas cruzadas y un gran aplomo, y parecía tan probable que se cayera como que una estatua de Buda se bajara sola de su pedestal.