Temerario II - El Trono de Jade

—Yo esperaré aquí con tu madre. Seguro que te gustan mucho.

 

—No molestéis al Abuelo ni a Lien —les recordó Qian a los Imperiales, que asintieron y se llevaron a Temerario.

 

Los criados rellenaron la taza de Laurence y el cuenco de Qian de una tetera nueva. La dragona lamió la infusión con menos prisas que antes, y poco después dijo:

 

—Tengo entendido que Temerario ha estado sirviendo en vuestro ejército.

 

Había en su voz una nota de reproche inconfundible que no necesitaba traducción.

 

—Entre nosotros, todos los dragones que pueden sirven en defensa de su patria. No se trata de ningún deshonor, sino de cumplir con nuestro deber —dijo Laurence—. Le aseguro que le valoramos en la más alta medida posible. Entre nosotros hay muy pocos dragones. Apreciamos mucho incluso a los que son de razas inferiores, y Temerario está en el rango más elevado.

 

Ella soltó un gru?ido grave y pensativo.

 

—?Por qué hay tan pocos dragones que debéis pedir a los más valiosos que luchen?

 

—Somos una nación peque?a, no como la de usted —repuso Laurence—. En las Islas Británicas sólo había un pu?ado de razas silvestres más bien peque?as cuando los romanos llegaron y empezaron a domesticarlas. Desde entonces, nuestros linajes se han multiplicado mediante la hibridación, y gracias a una cuidadosa administración de nuestros reba?os de ganado hemos conseguido incrementar el número de dragones, pero aun así no podemos mantener a tantos como hay aquí.

 

Qian bajó la cabeza y le miró con interés.

 

—Y respecto a los franceses, ?cómo se comportan con los dragones?

 

De manera instintiva, Laurence estaba convencido de que los ingleses trataban a los dragones mejor y con más generosidad que ninguna otra nación occidental, pero era tristemente consciente de que también habría pensado lo mismo con respecto a China de no haber viajado a ella y ver por sí mismo que la situación era distinta. Un mes antes, podría haber hablado con orgullo de los cuidados que recibían los dragones británicos. Como todos ellos, Temerario había comido carne cruda y había dormido en claros al aire libre, con entrenamiento constante y poca diversión. Laurence pensó que hablar de tales condiciones ante aquella elegante dragona y en su palacio cubierto de flores era como jactarse ante la reina de criar ni?os en una pocilga. Si los franceses no eran mejores, tampoco eran mucho peores; y Laurence tenía en muy poca estima a quienes trataban de cubrir los defectos de su propio servicio criticando los de otros.

 

—En circunstancias ordinarias, la forma de actuar en Francia es muy parecida a la nuestra, o eso creo —contestó por fin—. No sé qué promesas le hicieron a usted en el caso particular de Temerario, pero puedo decirle que el emperador Napoleón también es un militar. Seguía en campa?a cuando salimos de Inglaterra, y es dudoso que cualquier dragón que pueda tener de compa?ero se quede atrás mientras él va a la guerra.

 

—Tengo entendido que tú también desciendes de reyes —dijo Qian de improviso, y volviendo la cabeza habló con un criado, que se apresuró a traer un largo rollo de papel de arroz y desplegarlo sobre la mesa. Con asombro, Laurence vio que era una copia, escrita con caligrafía mucho más fina y también más grande, del árbol genealógico que había trazado mucho antes, en el banquete de A?o Nuevo—. ?Es esto correcto? —preguntó ella, al verle tan sorprendido.

 

A Laurence no se le había ocurrido pensar que aquella información pudiera llegar a oídos de la dragona, ni que la encontrara interesante, pero al instante se tragó sus reparos. Estaba dispuesto a pasarse un día y una noche presumiendo de su posición social si con ello se ganaba su aprobación.

 

—Es cierto que mi familia proviene de un linaje antiguo y orgulloso. Como verá, yo mismo he entrado al servicio de la Fuerza Aérea y lo considero un honor —dijo, con cierto remordimiento de culpa. En los círculos en los que había nacido nadie habría compartido su opinión.

 

Qian asintió, al parecer satisfecha, y volvió a sorber su té mientras el criado se llevaba el árbol genealógico. Laurence se quedó pensando qué más podía a?adir.

 

—Si me permite el atrevimiento, creo que puedo hablar en nombre de mi gobierno al decir que estaremos muy contentos de aceptar las mismas condiciones que aceptaron los franceses cuando ustedes les enviaron el huevo de Temerario.