Temerario II - El Trono de Jade

—Razón de más para no temer —repuso Laurence—. Podrían haberlo hecho ya más de cien veces si quisieran matarme.

 

—Si los propios guardias del emperador le mataran, difícilmente Temerario se quedaría aquí, y ya está bastante suspicaz —dijo Granby—. Lo más probable es que hiciera todo lo posible por matar a muchos de ellos, y en ese caso espero que fuera capaz de encontrar el barco de nuevo y volver a casa. Aunque los dragones se lo toman muy a mal cuando pierden a su capitán, y lo fácil es que si pasa eso huya a los bosques.

 

—Esto es un círculo vicioso. Podemos seguir discutiendo así para siempre —Laurence levantó las manos con impaciencia y las dejó caer de nuevo—. Por ahora, al menos, el único plan que he visto llevar a cabo ha sido el de dar una impresión favorable a Temerario.

 

No dijo que este objetivo se había logrado del todo y con muy poco esfuerzo. No sabía cómo dibujar el contraste con la forma de tratar a los dragones en Occidente sin que sonara en el mejor de los casos como una queja y en el peor como deslealtad. Volvía a ser consciente de que no se había educado como aviador y era reacio a decir cualquier cosa que pudiera herir los sentimientos de Granby.

 

—Está usted muy callado —soltó éste de pronto, y Laurence dio un respingo de culpabilidad: llevaba un buen rato pensativo y en silencio—. No me sorprende que le haya gustado la ciudad, siempre está ansioso de ver cosas nuevas, pero ?es eso tan malo?

 

—No es sólo la ciudad —reconoció Laurence—. Es el respeto que les tienen a los dragones, y no sólo a él, todos ellos tienen un grado muy alto de libertad, como algo natural. Creo que hoy he visto por lo menos a cien dragones deambulando por las calles sin que nadie les prestara atención.

 

—Pues Dios nos libre de que a nosotros se nos ocurriera sobrevolar Regent’s Park. Oiríamos gritos y alarmas de ?asesinato!, ?incendio!, ?inundación!, todo a la vez, y el Almirantazgo nos enviaría diez memorandos —reconoció Granby, con un chispazo de indignación—. Tampoco podríamos establecernos en Londres aunque quisiéramos: las calles son demasiado estrechas para cualquier dragón mayor que un Winchester. Por lo que hemos visto desde el aire, este lugar está dise?ado con mucho más sentido común. No me extra?a que tengan diez veces más bestias que nosotros, por lo menos.

 

Laurence se sintió muy aliviado al ver que Granby no se había ofendido con él y que estaba tan dispuesto a discutir el asunto.

 

—John, ?sabe que aquí no asignan cuidadores hasta que los dragones tienen quince meses? Hasta ese momento los crían otros dragones.

 

—Bueno, me parece un desperdicio que unos dragones tengan que hacer de ni?era —comentó Granby—, pero supongo que se lo pueden permitir. Laurence, me dan ganas de llorar cuando pienso lo que podríamos hacer tan sólo con una docena de esos grandes dragones escarlata que aquí tienen engordando por todas partes.

 

—Sí, pero lo que quería decir es que no parecen tener dragones salvajes —dijo Laurence—. ?Nosotros no perdemos a uno de cada diez?

 

—Oh, no tantos, al menos en tiempos modernos —respondió Granby—. Antes perdíamos Largarios a montones, hasta que la reina Isabel tuvo la brillante idea de enviar a su doncella con uno y descubrimos que con las chicas eran como corderitos, y después resultó que a los Xenicas les pasaba lo mismo. Y era muy frecuente que los Winchester salieran pitando como el rayo antes de que les pudieras poner encima ni una hebilla del arnés, pero hoy día incubamos sus huevos en un lugar cubierto y dejamos que revoloteen un poco antes de ponerles delante la comida. No son más de uno de cada treinta, como mucho, si no se cuentan los huevos que perdemos en los campos de cría. Los dragones salvajes que hay allí nos los esconden a veces.

 

Su conversación fue interrumpida por un criado. Laurence trató de despacharle, pero recurriendo a reverencias compungidas y a tirarle de la manga, dejó claro que quería llevarlos al comedor principal. Sun Kai había venido de improviso a tomar el té con ellos.

 

Laurence no estaba de humor para hacer vida social, y Hammond, que se unió para oficiar de traductor, seguía envarado y de malas pulgas. Ambos eran en aquel momento una compa?ía más bien incómoda y silenciosa. Sun Kai les preguntó con cortesía por sus alojamientos y después quiso saber si estaban disfrutando del país, a lo que Laurence contestó con mucha brevedad. No podía evitar ciertas sospechas de que se tratara de un intento por sondear el estado de ánimo de Temerario; y aún más cuando Sun Kai les explicó por fin el motivo de su visita.

 

—Lung Tien Qian le envía una invitación —dijo—. Espera que usted y Temerario tomen el té con ella en el Palacio de los Diez Mil Lotos, ma?ana por la ma?ana antes de que se abran las flores.

 

—Gracias por traernos su mensaje, se?or —contestó Laurence, cortés pero inexpresivo—. Temerario está impaciente por conocerla mejor.