Temerario II - El Trono de Jade

Prosiguieron camino hasta internarse en la ciudad propiamente dicha. Ahora, al ver los alrededores desde una perspectiva más convencional que desde el aire, Laurence volvió a sorprenderse de la gran anchura de las calles, que parecían haber sido dise?adas teniendo en mente a los dragones. Le conferían a la ciudad una sensación de amplitud muy diferente de Londres, aunque el número total de habitantes debía de ser, sospechaba, más o menos igual. Aquí era Temerario quien lo contemplaba todo con asombro más que quien era observado. Era obvio que el populacho de la capital estaba acostumbrado a la presencia de las razas más augustas, mientras que él nunca había estado en una ciudad, y su cuello casi formaba un bucle sobre sí mismo de tanto girar la cabeza intentando mirar en tres direcciones a la vez.

 

Los guardias empujaban sin contemplaciones a los transeúntes normales para abrir paso a los palanquines verdes que llevaban a los mandarines en servicio oficial. Una procesión nupcial oro y escarlata serpenteaba entre gritos y aplausos por las calles, con músicos y fuegos artificiales en el cortejo, mientras que la novia iba escondida en una silla cubierta por visillos. Debía de tratarse de una pareja rica a juzgar por el lujo de la ceremonia. De vez en cuando encontraban mulas, acostumbradas a los dragones, que chacoloteaban con sus cascos sobre el empedrado mientras tiraban de sus carretas, pero Laurence no vio caballos en las avenidas principales, ni tampoco carruajes: debía de ser imposible domarlos para que soportaran la presencia de tantos dragones. El aire olía diferente: en vez del hedor acre y grasiento a estiércol y orín de caballo, que en Londres era inevitable, allí reinaba un olor tenuemente sulfuroso a excrementos de dragón, más acusado cuando el viento soplaba del noreste. Laurence sospechó que debía de haber grandes pozos negros en esa parte de la ciudad.

 

Y, por todas partes, dragones y más dragones. Los azules, los más comunes, se dedicaban a una gran variedad de tareas. Además de aquellos que transportaban personas con sus arneses, otros acarreaban cargas; pero un gran número parecía deambular por su cuenta para llevar a cabo negocios más importantes, y llevaban collares de diversos colores, lo que parecía significar algo similar a los tonos de las joyas de los mandarines. Zhao Wei les confirmó que eran indicadores de rango y que los dragones adornados de esa guisa estaban al servicio del Estado.

 

—Los Shen-lung son como las personas, algunos más listos y otros más perezosos —dijo, y a?adió algo que interesó mucho a Laurence—. Muchas razas superiores han salido de entre los mejores de su variedad y a los más sabios incluso se les llega a honrar apareándolos con Imperiales.

 

También se veían decenas de razas distintas, algunos con compa?eros humanos y otros sin ellos, afanados en diversos recados. En una ocasión se cruzaron con dos dragones Imperiales que venían en sentido contrario y que inclinaron la cabeza cortésmente al pasar junto a Temerario. Iban adornados con pa?uelos de seda roja anudados, rodeados por cadenas de oro y sembrados de peque?as perlas; resultaban muy elegantes y Temerario los miró de reojo con gesto codicioso.

 

Poco después llegaron a un distrito comercial. Las tiendas estaban decoradas con lujosas tallas y pan de oro, y llenas de artículos. Había sedas de una textura y un color excepcionales, algunas de las cuales superaban en calidad cualquier cosa que Laurence hubiera visto en Londres. También había grandes madejas y rollos de algodón azul, así como de hilo y de tela en diferentes grados de calidad, tanto por el grosor como por la intensidad del tinte. Y algo que llamó aún más la atención de Laurence: porcelana. Al contrario que su padre, no era un experto en tal arte, pero la precisión de aquellos dise?os blancos y azules también le pareció superior a las vajillas de importación que había visto antes, y los platos de colores se le antojaron especialmente encantadores.

 

—Temerario, ?te importa preguntarle si acepta oro? —le dijo.

 

El dragón se había acercado a la tienda con mucho interés mientras que el comerciante veía con gesto inquieto cómo su cabeza asomaba por la entrada. éste, al menos, parecía ser un lugar en el que los dragones no eran bienvenidos, aunque estaban en China. El comerciante, que parecía indeciso, le hizo unas cuantas preguntas a Zhao Wei. Después, consintió en tomar media guinea para estudiarla. La golpeó contra el canto de la mesa y después le dijo a su hijo que saliera de la trastienda: como le quedaban pocos dientes, le dio la moneda al joven para que la mordiera. Una mujer que estaba sentada en la parte trasera se asomó por un rincón, interesada por el ruido. El hombre la amonestó ruidosa e inútilmente: hasta que la mujer no contempló a Laurence a sus anchas, no se retiró de nuevo, pero su voz venía estridente desde la trastienda, así que debía de estar participando en el debate.

 

El tendero pareció satisfecho al fin, pero el hombre se abalanzó hacia él y se lo quitó entre un torrente de palabras cuando Laurence eligió el jarrón que había estado examinando. Tras indicarle con un gesto que esperara, se metió en la trastienda.

 

—Dice que no vale tanto —le explicó Temerario.

 

—Pero si sólo le he dado media libra… —protestó Laurence.

 

El hombre volvió con un jarrón mucho mayor, pintado en un rojo oscuro que casi resplandecía y cuyos delicados matices se convertían en la parte superior en un blanco purísimo. El jarrón estaba casi tan pulido como un espejo. El mercader lo depositó sobre la mesa y todos lo miraron con admiración; ni siquiera Zhao Wei pudo reprimir un murmullo de aprobación, y Temerario dijo: