Era lógico que algunos fueran menos afortunados que otros si se esperaba de los dragones que se ganaran el pan, pero Laurence se sentía casi como un delincuente al ver a uno que pasaba hambre, sobre todo cuando había un despilfarro tan exagerado en la residencia donde se alojaban y en otros lugares. Temerario no se dio cuenta, pues tenía la mirada fija en los mostradores. Salieron del distrito por otro puente que les llevó de vuelta a la ancha avenida donde habían empezado. El dragón suspiró con placer, dejando escapar el aroma por su nariz muy poco a poco.
Laurence, por su parte, se había quedado muy callado. Lo que acababa de contemplar había disipado la fascinación natural por las novedades que le rodeaban y el interés que era lógico experimentar por una capital extranjera de tal extensión. Privado de esas distracciones, se vio inexorablemente obligado a reconocer el vivo contraste en la forma de tratar a los dragones. Las calles de la ciudad no eran más anchas que las de Londres por alguna curiosa coincidencia ni por una cuestión de gusto, y ni siquiera por la grandiosidad que ofrecían a la vista: era evidente que las habían dise?ado así para que los dragones pudieran vivir en plena armonía con los humanos. Y también era indiscutible que ese dise?o cumplía su misión y beneficiaba a ambas partes. El caso de pobreza que acababa de ver servía para ilustrar el bien común.
Ya casi era la hora de comer y Zhao Wei desanduvo el camino para volver a la isla. Temerario también se quedó más callado cuando dejaron atrás el recinto del mercado y ambos caminaron en silencio hasta llegar a la puerta de la muralla. Allí hicieron un alto para volverse y contemplar la ciudad, que seguía tan dinámica como antes. Zhao Wei captó la mirada del dragón y le dijo algo en chino.
—Es muy bonita —respondió Temerario, y a?adió—: Pero no puedo compararlas. Nunca he paseado por Londres, ni siquiera por Dover.
Se despidieron brevemente de Zhao Wei junto al pabellón y entraron juntos en él. Laurence se desplomó sobre un banco de madera, mientras que Temerario empezaba a pasear inquieto, moviendo la cola de un lado a otro en su agitación.
—No es verdad en absoluto —estalló al fin—. Laurence, hemos ido adonde nos ha dado la gana. He estado en las calles y en las tiendas y nadie se ha asustado ni ha salido huyendo, ni en el sur ni aquí. La gente no teme a los dragones, para nada.
—Debo pedirte perdón —contestó Laurence con voz queda—. Reconozco que estaba equivocado. Es evidente que los hombres pueden acostumbrarse. Supongo que al haber tantos dragones aquí, los humanos se habitúan a ellos desde ni?os y les pierden el miedo, pero te aseguro que no te he mentido deliberadamente: en Inglaterra no pasa lo mismo. Debe de ser cuestión de acostumbrarse.
—Si acostumbrarse a nosotros puede hacer que los humanos dejen de tenernos miedo, no entiendo por qué nos tienen encerrados para que ellos sigan asustándose —dijo Temerario.
Laurence no encontró respuesta para esto, ni lo intentó. En vez de ello, se retiró a su propio cuarto para comer algo. El dragón se enroscó para dormir su siesta habitual, aunque estaba inquieto y no dejaba de cavilar, mientras Laurence se sentaba solo y picoteaba de su plato sin demasiado apetito. Hammond vino a preguntarle qué habían visto. Laurence le contestó con toda la parquedad posible, sin disimular que estaba irritado, y poco después Hammond se fue ruborizado y apretando los labios.
—?Le ha estado dando la tabarra ese tipo? —preguntó Granby al tiempo que se asomaba a la habitación.
—No —contestó Laurence, con voz desmayada, a la vez que se levantaba para lavarse las manos en la palangana que había llenado en el estanque—. Creo que acabo de ser muy grosero con él, y no se lo merecía en absoluto. Tan sólo quería saber cómo crían aquí a los dragones para argumentarles que en Inglaterra no hemos tratado tan mal a Temerario.
—Bueno, en mi opinión se merecía un buen rapapolvo —dijo Granby—. Cuando me he despertado y me ha dicho tan campante que le había empaquetado a usted solo con un chino, me habría tirado de los pelos. Ya sé que Temerario no dejaría que le hicieran da?o, pero en medio de una multitud puede ocurrir cualquier cosa.
—No, nadie ha intentado nada. Al principio nuestro guía ha sido un poco antipático, pero al final se ha mostrado muy educado —Laurence echó una mirada a los bultos apilados en un rincón, donde los habían dejado los hombres de Zhao Wei—. Empiezo a pensar que Hammond tenía razón, John, y que todo eran imaginación y cuentos de viejas —terminó con tristeza. Después de la larga visita de aquel día, le parecía que el príncipe no tenía por qué rebajarse a un asesinato cuando las numerosas ventajas de su país podían servirle como argumentos más suaves pero no menos persuasivos.
—Lo más probable es que Yongxing renunciara a intentarlo a bordo de la nave y que haya estado esperando para que usted se confíe —dijo Granby, más pesimista—. Sí, esta casa de campo es muy bonita, pero está llena de pu?eteros guardias.