—?Oh, es precioso!
Laurence consiguió con cierta dificultad que el tendero aceptara unas cuantas guineas más, y aun así se sintió culpable al llevarse el jarrón, que envolvió en muchas capas de algodón para protegerlo. Nunca había visto una porcelana tan bonita como aquélla, y ya le estaba preocupando que se pudiera romper en el largo viaje de vuelta. Animado por su primer éxito, se embarcó en más compras: sedas, más porcelanas y también un peque?o colgante de jade que le se?aló el propio Zhao Wei, cuya desde?osa fachada se había convertido gradualmente en entusiasmo por ir de tiendas. También le explicó que los símbolos que tenía grabados eran el principio del poema sobre la legendaria mujer soldado que cabalgó un dragón. Al parecer, era un amuleto de buena suerte que solía comprársele a una chica cuando estaba a punto de emprender la carrera militar. Laurence pensó que a Jane Roland le gustaría y lo a?adió a la creciente pila de compras. Pronto Zhao Wei tuvo que ordenar a varios de sus soldados que llevaran los diversos paquetes; ya no parecían tan preocupados por la posible fuga de Laurence como por el hecho de que les estaba cargando como acémilas.
Los precios de muchos artículos parecían considerablemente menores de lo que Laurence estaba acostumbrado a ver, por lo general, y la diferencia era más alta de lo que podía achacarse al coste del transporte. Esto en sí no era ninguna sorpresa, tras oír a los comisionados de la Compa?ía en Macao hablar de la rapacidad de los mandarines locales y los sobornos que exigían, además de los impuestos estatales. Pero la diferencia era tan alta que Laurence tuvo que revisar muy al alza sus cálculos sobre el grado de extorsión existente.
—Es una gran pena —le dijo a Temerario cuando llegaron al final de la avenida—. Supongo que estos mercaderes se ganarían la vida mucho mejor si permitieran un comercio libre, y los artesanos también. El que tengan que enviar todos sus productos a través de Cantón es lo que permite a los mandarines de esa ciudad unos precios tan desorbitados. Probablemente ni siquiera se molestan ya que pueden vender sus mercancías aquí, así que sólo recibimos las migajas de su mercado.
—A lo mejor no quieren vender las piezas más bonitas tan lejos de aquí. Ese olor me gusta mucho —dijo Temerario con gesto aprobador cuando cruzaron un puentecillo que llevaba a otro distrito, rodeado por un estrecho foso de agua y un muro de piedra de poca altura.
A ambos lados de la calle había zanjas no muy profundas llenas de carbones al rojo. Sobre ellos se asaban animales ensartados en lanzas de metal, mientras unos cocineros sudorosos y medio desnudos los rociaban con jugo. Había vacas, cerdos, ovejas, ciervos, caballos y otras criaturas más peque?as y difíciles de identificar. Laurence prefirió no mirar con mucha atención. Las salsas goteaban y se chamuscaban sobre los carbones, levantando espesas bocanadas de humo aromático. Allí únicamente había unos cuantos humanos comprando, que sorteaban con agilidad a los dragones que componían la mayor parte de la clientela.
Temerario había desayunado con ganas un par de venados jóvenes con patos rellenos de acompa?amiento. Aunque no pidió nada, se quedó mirando casi con melancolía a un dragón púrpura más peque?o que él que estaba comiéndose unos cochinillos asados de un espetón, pero en un callejón más estrecho Laurence también vio a un dragón azul de aspecto cansado y con la piel surcada de viejas llagas por el arnés de seda. El dragón se apartó con tristeza de una vaca asada de aspecto suculento y se?alaba en su lugar a una oveja peque?a y más bien chamuscada que habían dejado a un lado. Luego se la llevó a un rincón y empezó a comérsela muy despacio para que le durara más, sin desde?ar ni las entra?as ni los huesos.