Pero poco después de sentarse, se quedó sorprendido cuando por el otro lado le hablaron en su propio idioma con un fuerte acento francés.
—Confío en que haya tenido un viaje cómodo —le dijo el hombre, con voz alegre y sonriente. Era el embajador francés. En vez de vestir un traje europeo llevaba una larga túnica al estilo chino; eso y su cabello oscuro explicaban que de entrada Laurence no le hubiera diferenciado del resto del séquito—. Espero que no le importe que me presente, a pesar del desafortunado estado de cosas que reina entre nuestros dos países —prosiguió De Guignes—. Verá, puedo afirmar que nos conocemos, aunque sea de una manera informal. Mi sobrino me ha contado que le debe la vida a su magnanimidad.
—Le ruego que me perdone, se?or, pero ignoro por completo a qué se refiere —dijo Laurence, desconcertado—. ?Su sobrino?
—Jean-Claude de Guignes es teniente en nuestra Armée de l’Air —le explicó el embajador, sin dejar de sonreír—. Se topó con él el pasado noviembre, sobre el Canal, cuando intentó abordarle.
—?Santo cielo! —exclamó Laurence, acordándose vagamente del joven teniente que había luchado con tanto ardor en la acción contra el convoy. Estrechó de buen grado la mano de De Guignes—. Le recuerdo. Un valor realmente extraordinario. Me alegra mucho saber que se ha recuperado. Bueno, espero que sea así…
—Oh, sí. Me contaba en su carta que esperaba salir del hospital en cualquier momento. Para ir a prisión, desde luego, pero es mejor que ir a la tumba —dijo De Guignes, encogiéndose de hombros en un gesto prosaico—. Me escribió sobre su interesante viaje, sabiendo que me habían destinado al mismo lugar adonde se dirigían ustedes. He estado esperando su llegada con gran placer desde que recibí su carta, y también con la esperanza de expresarle mi admiración por la generosidad que demostró.
Tras empezar la conversación de modo tan feliz, siguieron charlando sobre temas neutrales: el clima de China, la comida y el asombroso número de dragones. Laurence no podía dejar de sentir cierta simpatía por él, un camarada de Occidente en las profundidades de aquel enclave oriental, y aunque De Guignes no era militar, su familiaridad con la Fuerza Aérea francesa le hacía un compa?ero comprensivo. Al final de la cena pasearon juntos mientras seguían al patio a los demás invitados. La mayoría de éstos se estaba marchando ya, transportada por dragones de la misma forma que habían visto antes al sobrevolar la ciudad.
—Es un medio de transporte muy inteligente, ?no le parece? —dijo De Guignes.
Laurence, que estaba observando con interés, asintió sin reservas. Los dragones, que en su mayor parte eran de la variedad azul que había aprendido a reconocer como la más común, llevaban arneses ligeros compuestos de tiras de seda que caían sobre sus costados y de los que colgaban numerosos lazos, anchos y también de seda. Los pasajeros trepaban hasta llegar al primer lazo vacío, que se pasaban por encima de los brazos y por debajo de las asentaderas: así podían sentarse con cierta estabilidad aferrándose a la tira principal, siempre que el dragón volara sin sobresaltos.
Cuando Hammond salió del pabellón y los vio, los ojos se le abrieron como platos y se apresuró a unirse a ellos. él y De Guignes se sonrieron y hablaron en tono muy amistoso; pero tan pronto como el francés se excusó para alejarse en compa?ía de un par de mandarines chinos, Hammond se volvió hacia Laurence y le exigió sin el menor pudor que le contara todo lo que habían hablado.
—?Un mes esperándonos! —Hammond se quedó consternado al saberlo y se las arregló para insinuar, sin decir nada abiertamente ofensivo, que consideraba a Laurence un iluso por aceptar tal cual las palabras de De Guignes—. Sólo Dios sabe qué habrá tramado contra nosotros en todo este tiempo. Le ruego que no mantenga más conversaciones en privado con él.
En vez de responder a estos comentarios como le habría gustado, Laurence dejó a Hammond y acudió junto a Temerario. Qian había sido la última en partir, tras despedirse de su hijo acariciándole con la nariz antes de emprender el vuelo. Su silueta negra y esbelta no tardó en desaparecer en la noche, y Temerario se quedó mirándola muy pensativo.