Laurence meneó la cabeza, sin saber qué responder. La dragona era de un blanco asombrosamente inmaculado, un color que nunca había visto en un dragón, ni siquiera en manchas o en franjas. Sus escamas tenían el brillo translúcido de un papel de vitela fino y bien rascado, totalmente desprovistas de color, y sus córneas eran de un tono rosa acuoso surcado por unos vasos sanguíneos tan hinchados que se veían incluso desde lejos. Pero tenía gorguera y finos tirabuzones alrededor de las fauces, igual que Temerario: lo único innatural era el color. Llevaba un pesado collar de oro con rubíes en el cuello, y fundas también de oro con puntas de rubí en las u?as de las garras delanteras; el color de las piedras preciosas recordaba al de sus ojos.
La dragona acarició a Yongxing con el hocico, le empujó para que entrara de nuevo en el refugio del templo y le siguió, no sin antes sacudir las alas, que dejaron caer cascadas de agua. A Laurence y los demás apenas les dedicó una mirada, un breve parpadeo, antes de enroscarse con gesto celoso alrededor de Yongxing y ponerse a hablar entre quedos murmullos en el rincón más alejado del pabellón. Los sirvientes que acudieron a traerle la cena arrastraban los pies, intranquilos, aunque no habían mostrado la misma renuencia con ninguno de los demás dragones, y de hecho se les veía visiblemente contentos en presencia de Temerario. La dragona no parecía merecedora de ese miedo: comió con rapidez, pero también con suma finura, sin dejar que se derramara ni una sola gota del plato, y por lo demás no les prestó atención.
A la ma?ana siguiente, Yongxing se la presentó brevemente como Lung Tien Lien, y después se la llevó para desayunar en privado. Hammond había hecho algunas indagaciones con discreción, de modo que mientras daban cuenta de su propio desayuno les pudo contar:
—Ciertamente es una Celestial. Supongo que sufre un tipo de albinismo. No tengo ni idea de por qué les hace sentirse tan incómodos.
—Ella nació con los colores del luto, así que es obvio que trae mala suerte —cuando, con gran cautela, le solicitaron más información, Liu Bao les contestó como si fuera algo patente, y a?adió—: El emperador Qianlong se la iba a entregar a un príncipe de Mongolia, de modo que su mala suerte no afectara a ninguno de sus hijos, pero Yongxing insistió en quedársela él mismo para evitar que una Celestial saliera fuera de la familia imperial. él podría haber sido emperador, pero desde luego nadie querría tener a un emperador con un dragón maldito: sería un desastre para el Estado. Así que ahora su hermano es el emperador Jiaqing. ?Así es la voluntad del Cielo!
Tras este comentario filosófico, se encogió de hombros y comió otro trozo de pan frito. Hammond se quedó consternado al recibir estas noticias. Laurence compartía su desolación: el orgullo era una cosa, pero unos principios tan implacables como para sacrificar un trono en su nombre eran algo completamente diferente.
Habían cambiado a los dos dragones que los transportaban por uno distinto de la variedad azul grisácea y otro de una raza algo más grande, de color verde oscuro con franjas verdes y cabeza lisa y sin cuernos. Ambos seguían contemplando a Temerario con el mismo temor reverencial y a Lien con nervioso respeto, y se mantenían algo apartados de ellos. Temerario ya se había resignado a aquel estado de majestuosa soledad; en cualquier caso, estaba muy ocupado echando miradas de reojo a Lien, por quien sentía curiosidad y fascinación, hasta que la dragona se volvió y clavó sus ojos en él, lo que hizo que Temerario agachara la cabeza, avergonzado.
Aquella ma?ana Lien llevaba un extra?o tocado, hecho de fina seda drapeada entre barras de oro, que sobresalía por encima de sus ojos como un toldo y les daba sombra. Laurence se preguntó para qué le hacía falta cuando el cielo aún no se había despejado y seguía gris. Pero pasadas las primeras horas de vuelo, aquel tiempo cálido y ceniciento cambió de golpe mientras atravesaban unas gargantas que serpenteaban entre viejas monta?as: las laderas que miraban al sur se veían verdes y lujuriantes, y las del norte casi desnudas. Un viento frío sopló en sus rostros cuando salieron de aquellas estribaciones y el sol apareció entre las nubes con un brillo casi doloroso. Ya no volvieron a encontrar campos de arroz: en su lugar había grandes extensiones de trigo maduro, y en una ocasión vieron un gran reba?o de vacas pardas que se movían con lentitud por una pradera, con las cabezas agachadas para pastar.
En una colina que dominaba el reba?o había una caba?a, y junto a ella giraban unos enormes espetones en los que se asaban vacas enteras; el humo aromático se elevaba hacia las alturas.
—Parecen sabrosas —comentó Temerario, casi con a?oranza.
No era el único que pensaba así. Mientras se acercaban, uno de los dragones que los escoltaban aceleró de repente y bajó en picado al suelo. Un hombre salió de la caba?a, discutió con el dragón y volvió a entrar. Después surgió con un gran tablón que plantó ante el dragón, quien a su vez usó una garra para grabar en la madera unos cuantos caracteres chinos.