Aún se sorprendió más al ver a un dragón que venía caminando por la calle en sentido opuesto. Era de la variedad azul grisácea. Llevaba un extra?o arnés de seda con una almohadilla que sobresalía en el pecho, y cuando se cruzaron con él Laurence vio que tres dragoncitos, dos de la misma raza y otro de color rojo, le seguían caminando a pie, los tres unidos al arnés como bebés con andaderas.
Este dragón no era el único que había en las calles. Poco después pasaron junto a un puesto militar, en cuyo patio unos cuantos soldados de infantería con uniformes azules hacían instrucción; por fuera de la puerta había dos grandes dragones rojos, sentados y haciendo comentarios en voz alta sobre una partida de dados que estaban jugando sus capitanes. Nadie parecía reparar demasiado en su presencia. Los campesinos con prisas que llevaban sus cargas pasaban al lado sin apenas prestarles atención, y de vez en cuando uno de ellos tenía que saltar por encima de las patas extendidas por el suelo cuando los demás caminos estaban bloqueados.
Temerario los estaba esperando en campo abierto. A su lado había dos dragones azulados, equipados con arneses de malla en los que los asistentes estaban cargando el equipaje. Los demás dragones susurraban entre ellos y miraban de reojo a Temerario. éste, que parecía incómodo, se sintió muy aliviado al ver a Laurence.
Una vez cargados, los dragones se agazaparon sobre las cuatro patas para que los asistentes pudieran trepar y montar peque?os pabellones sobre sus lomos: eran muy parecidos a las tiendas de campa?a que los aviadores ingleses utilizaban para vuelos largos. Uno de los sirvientes se dirigió a Hammond, se?alando con un gesto a uno de los dragones azules.
—Nosotros vamos a montar en ése —le dijo Hammond a Laurence en un aparte.
Después le pidió algo más al sirviente, que meneó la cabeza y contestó con energía, se?alando de nuevo al segundo dragón. Temerario se enderezó, indignado, antes de que pudiera traducir siquiera.
—?Laurence no va a cabalgar a ningún otro dragón! —dijo, extendiendo una garra posesiva con la que acercó a Laurence y estuvo a punto de derribarle. Hammond apenas tuvo que repetir esos sentimientos en chino.
Laurence no había asimilado del todo que los chinos no querían que ni siquiera él montara sobre Temerario. No le gustaba la idea de que el dragón tuviera que volar sin compa?ía en aquel largo viaje, y sin embargo tampoco podía dejar de pensar que era un punto sin importancia: iban a volar juntos, uno a la vista del otro, y Temerario no podía estar en auténtico peligro.
—Es sólo para el viaje —le dijo.
Sorprendentemente, fue Hammond y no Temerario quien se opuso al momento.
—No. Esa sugerencia es inadmisible, no se puede aceptar —dijo.
—?De ninguna manera! —a?adió Temerario en perfecto acuerdo, y soltó un gru?ido cuando el sirviente intentó proseguir la discusión.
—Se?or Hammond —dijo Laurence llevado por una súbita inspiración—. Por favor, dígales que si el problema es la noción del arnés, yo puedo engancharme a la cadena del colgante de Temerario. Mientras no necesite trepar por su espalda, será lo bastante seguro.
—No creo que puedan oponerse a eso —dijo Temerario, complacido, e interrumpió la discusión inmediatamente para hacer la sugerencia, que fue aceptada a rega?adientes.
—Capitán, ?podemos hablar un momento? —Hammond se llevó a Laurence aparte—. Este intento es coherente con los arreglos de la pasada noche. Debo insistir en que se niegue a seguir adelante si tratan de separarnos de algún modo, y esté preparado por si hacen nuevos intentos de apartarle de Temerario.
—Entendido, se?or, y gracias por el consejo —respondió Laurence en tono sombrío, y observó con atención a Yongxing.
Aunque el príncipe no se había rebajado a participar directamente en ninguna de las discusiones, Laurence sospechaba que estaba detrás de ellas. Había llegado a concebir la esperanza de que el fracaso de sus intentos por separarlos a bordo hubiera zanjado de una vez ese asunto.