—Se?or Tripp, estos caballeros les ense?arán a usted y sus hombres dónde dormir. Hablaré con usted por la ma?ana antes de que regresen a la Allegiance —le dijo al guardiamarina, que le saludó llevándose la mano al sombrero y después subió por las escaleras.
Sin discutirlo con él, Granby hizo que los hombres rodearan a Laurence en una formación más bien suelta mientras recorrían las calles anchas y pavimentadas, siguiendo la bamboleante linterna del guía. A Laurence le pareció ver que a ambos lados había muchas casas peque?as, y en las losas del suelo había profundas roderas, con los bordes curvados y desgastados por el tráfico de muchos a?os. Tras pasar el día dormitando ahora se sentía completamente despierto, y sin embargo tenía la curiosa sensación de hallarse en un sue?o mientras atravesaba esa oscuridad desconocida: las suaves botas negras del guía que sonaban amortiguadas sobre los adoquines, el fuego de las cocinas que salía de las casas cercanas, la tenue luz que se filtraba a través de ventanas y cortinas, incluso una vez un fragmento de una canción desconocida en la voz de una mujer.
Llegaron por fin al final de aquella calle ancha y recta, y el guía los condujo hasta la amplia escalinata de un pabellón rodeado por enormes columnas redondas de madera pintada; el tejado era tan alto que su forma se perdía en la oscuridad. En aquel espacio semicerrado se oían los ecos de la respiración grave y retumbante de varios dragones, y en todas direcciones se veían los reflejos de la luz tostada de la linterna en sus escamas, como si a ambos lados del estrecho pasillo que atravesaba el centro se apilaran monta?as de riquezas. Hammond se refugió de forma inconsciente en el centro del grupo y contuvo el aliento cuando la linterna se reflejó en el ojo abierto a medias de un dragón, convirtiéndolo en un disco de oro brillante.
Atravesaron otra columnata y llegaron a un jardín al aire libre; en la oscuridad se oía el rumor del agua y también el susurro de hojas rozándose sobre sus cabezas. Allí dormían algunos dragones más, y uno de ellos estaba tumbado en mitad del camino. El guía le dio con el palo de la linterna hasta que el dragón se apartó a rega?adientes, sin abrir los ojos en ningún momento. Subieron más escaleras y entraron en otro pabellón más peque?o que el primero. Allí, por fin, encontraron a Temerario, enroscado solo en aquella estancia enorme y vacía y llena de ecos.
—?Laurence? —preguntó Temerario, que levantó la cabeza al verlos entrar y acarició a Laurence con el hocico en se?al de alegría—. ?Os vais a quedar? Es muy raro dormir en tierra firme otra vez. Casi me da la impresión de que el suelo se mueve.
—Claro que sí —respondió Laurence. Los miembros de la tripulación se tumbaron sin quejarse. La noche era cálida y agradable y el suelo, de placas cuadradas de madera, estaba pulido por el paso de los a?os y no resultaba demasiado duro. Laurence ocupó su lugar habitual junto al antebrazo de Temerario. Como había dormido todo el viaje y no tenía ningún sue?o le dijo a Granby que él haría la primera guardia.
—?Te han dado de comer? —le preguntó a Temerario una vez instalados.
—Oh, sí —respondió Temerario, adormilado—. Un cerdo asado, muy grande, y un guiso de setas. No tengo nada de hambre. No ha sido un vuelo difícil, al fin y al cabo, y no había nada interesante que ver hasta que se ha puesto el sol. Excepto esos campos tan raros que hemos pasado, llenos de agua.
—Los campos de arroz —le explicó Laurence, pero Temerario ya estaba dormido y poco después empezó a roncar. El ruido era definitivamente más fuerte dentro de los confines del pabellón, aunque no tuviese paredes.
La noche era muy tranquila y, por suerte, los mosquitos no suponían una tortura insoportable, ya que no les gustaba demasiado el calor seco que emanaba el cuerpo del dragón. Con el techo ocultando el cielo era difícil calcular el paso del tiempo, y Laurence perdió la noción de las horas. No hubo nada que perturbara la quietud de la noche, salvo un ruido en el patio que atrajo su atención. Un dragón aterrizó y volvió hacia ellos unos ojos lechosos y opalescentes que reflejaban la luz de la luna como los de un gato, pero en vez de acercarse al pabellón, desapareció en la oscuridad con su andar acolchado.
Granby se despertó y le relevó en la guardia. Laurence se acomodó para dormir. él también sentía la ilusión, ya vieja y familiar en su caso, de que la tierra se movía, pues su cuerpo recordaba el balanceo del mar incluso ahora que lo había dejado atrás.