El silencio era total. Titubeante, Temerario caminó hasta el estanque pasando entre ambas filas de dragones, bebió con ciertas prisas hasta llenarse y se retiró de vuelta al pabellón. Sólo cuando salió del patio se reanudó la actividad general, aunque con mucho menos ruido que antes y con muchas miradas al interior del pabellón, aunque todos fingían no hacerlo.
—Han sido muy amables dejándome beber —dijo Temerario, casi en susurros—, pero me gustaría que no me mirasen tanto.
Al parecer, los dragones no tenían muchas ganas de marcharse, pero uno tras otro fueron despegando, salvo unos cuantos que eran evidentemente más viejos (tenían las escamas desgastadas en los bordes) y que volvieron a tenderse al sol sobre las piedras del patio. Entretanto, Granby y el resto de los tripulantes se habían despertado y contemplaban sentados aquel espectáculo con el mismo interés con que los demás dragones habían observado a Temerario. Ahora se espabilaron del todo y empezaron a estirarse la ropa.
—Supongo que enviarán a alguien a buscarnos —dijo Hammond, cepillándose en vano sus calzones arrugados. Se había puesto un traje formal en vez del equipo de vuelo que llevaban los aviadores. En ese momento, el joven Ye Bing, uno de los criados chinos del barco, atravesó el patio haciéndoles se?as con las manos para llamar su atención.
El desayuno no fue el típico al que estaba acostumbrado Laurence. Consistía en una especie de gachas de arroz fino mezcladas con pescado seco y rodajas de huevo espantosamente descolorido, servidas con palitos grasientos de pan crujiente y muy ligero. Apartó los huevos y se obligó a sí mismo a comerse lo demás, siguiendo la misma recomendación que le había hecho a Temerario, pero habría dado cualquier cosa por unos huevos con beicon cocinados en condiciones. Liu Bao tocó el brazo de Laurence con sus palillos y comentó algo mientras se?alaba los huevos; se estaba comiendo los suyos con evidente deleite.
—?Qué se supone que pasa con ellos? —preguntó Granby en voz baja, mientras empujaba sus huevos con cara de estar poco convencido.
Hammond se lo preguntó a Liu Bao y contestó, con tantas dudas como Granby:
—Dice que son huevos de mil a?os —más valiente que los demás, cogió una rodaja y se la llevó a la boca. Después masticó, tragó y se quedó pensativo mientras los demás esperaban su veredicto—. Sabe casi a encurtido —dijo—. En cualquier caso, no sabe a podrido —después probó otro trozo, y acabó comiéndoselo todo. Por su parte, Laurence dejó sin tocar aquellos objetos de un amarillo y un verde chillón.
Los habían llevado a comer a una especie de salón de invitados, no muy lejos del pabellón de los dragones. Los marineros estaban esperando allí y se unieron a ellos para el desayuno, con sonrisas más bien maliciosas. Les hacía tan poca gracia quedar apartados de la aventura como les había ocurrido a los demás aviadores, y no se privaban de hacer comentarios sobre la calidad de la comida que los miembros del grupo podían esperar para el resto del viaje. Después, Laurence se despidió de Tripp.
—Y asegúrese de decirle al capitán Riley que todo va viento en popa, con estas mismas palabras —le dijo. Habían acordado entre ambos que cualquier otro mensaje, por muy tranquilizador que pudiese parecer, significaría que algo iba muy mal.
Fuera les estaban esperando dos carros tirados por mulas; tenían un aspecto más bien tosco y era evidente que no llevaban muelles. El equipaje lo habían enviado ya por delante. Laurence subió al carro y se agarró con gesto sombrío a un lado mientras empezaban a traquetear calzada abajo. Al menos, las calles no eran más impresionantes a la luz del día. Eran muy anchas, pero estaban pavimentadas con adoquines viejos y desgastados, y hacía mucho tiempo que el mortero había desaparecido. Las ruedas del carro se deslizaban por unos surcos profundos entre las piedras, y empezaron a brincar y dar botes sobre aquella superficie irregular.
A su alrededor había un gran alboroto. La gente los miraba curiosa, y muchos dejaban a un lado sus trabajos para seguirlos durante un corto trecho.
—?Y esto ni siquiera es una ciudad? —Granby miró en derredor con atención, intentando calcular el número de habitantes—. Para ser sólo un pueblo parece que hay mucha gente.
—Según nuestros últimos datos, este país tiene unos doscientos millones de habitantes —comentó Hammond con aire ausente, ya que él mismo estaba ocupado tomando notas en un diario.
Laurence meneó la cabeza ante aquella sobrecogedora cifra, que superaba más de diez veces la población de Inglaterra.