El hombre se llevó la tabla y el dragón cogió una vaca. Era obvio que había hecho una compra. Después levantó el vuelo y se incorporó al grupo, mientras masticaba su vaca con gesto feliz. Por lo visto, no le había parecido necesario dejar que sus pasajeros bajaran a tierra durante todo aquel proceso. A Laurence le pareció ver que Hammond se ponía verde al contemplar cómo el dragón sorbía los intestinos con evidente placer.
—Podríamos comprar uno si aceptan guineas —le ofreció Laurence a Temerario, con ciertas dudas. Había traído oro en vez de papel moneda, pero no tenía ni idea de si el pastor lo aceptaría.
—Oh, la verdad es que no tengo hambre —respondió Temerario, preocupado por otro pensamiento—. Laurence, eso era escritura, ?verdad? Lo que estaba haciendo en la tabla.
—Eso creo, aunque no me considero ningún experto en escritura china —dijo Laurence—. Es fácil que tú la reconozcas mejor que yo.
—Me pregunto si todos los dragones chinos saben escribir —aventuró Temerario, desanimado ante aquella idea—. Van a tomarme por estúpido si soy el único que no sabe. Tengo que aprender como sea. Siempre había creído que las cartas había que escribirlas con una pluma, pero estoy seguro de que puedo grabar como ese dragón.
Tal vez en deferencia a Lien, a quien parecía molestarle el sol muy brillante, durante las horas más cálidas del día hacían un alto en cualquier pabellón del camino, donde comían y los dragones descansaban, y continuaban volando al anochecer. Las balizas del suelo iluminaban su ruta a intervalos regulares, y en cualquier caso Laurence podía saber qué rumbo seguían observando las estrellas. Ahora habían girado en un ángulo más agudo hacia el noreste y los kilómetros pasaban veloces. Los días seguían siendo calurosos, pero la humedad ya no era tan exagerada, y las noches eran una delicia, frescas y agradables. Sin embargo, eran evidentes las se?ales del rigor de los inviernos septentrionales: los pabellones tenían paredes en tres lados y se alzaban sobre plataformas de piedra en cuyo interior había estufas que calentaban el suelo.
Pekín se extendía una gran distancia más allá de las murallas de la ciudad, que eran numerosas y grandes, y con sus almenas y sus cubos no se diferenciaban mucho del estilo de los castillos europeos. Anchas calles de piedra gris corrían dibujando líneas rectas hasta las puertas y de éstas al interior; estaban tan atestadas de gente, caballos y carros, todos en movimiento, que desde arriba parecían ríos. También vieron un gran número de dragones, tanto en las calles como en el cielo, que se lanzaban al aire para breves vuelos de un distrito a otro; a veces llevaban colgando de ellos a una multitud de personas: era evidente que se trataba de una forma de viajar. La ciudad estaba dividida con extraordinaria regularidad en sectores cuadrados, salvo por cuatro peque?os lagos curvados que había intramuros. Al este de dichos lagos se hallaba el gran palacio imperial, que no era un simple edificio, sino que constaba de muchos pabellones más reducidos, amurallados y rodeados por un foso de agua oscura. Bajo el sol del crepúsculo, todos los tejados del complejo brillaban como ba?ados en oro, acurrucados entre los árboles que aún mantenían frescas las hojas de la primavera, entre verdes y amarillas, y que proyectaban largas sombras en las plazas de piedra gris.
Mientras se acercaban, les salió al encuentro en pleno aire un dragón más peque?o. Era negro y con franjas de amarillo canario, llevaba un collar de seda de color verde oscuro y a un jinete cabalgando sobre su lomo, pero habló directamente a los demás dragones. Temerario los siguió hasta una peque?a isla redonda en el lago que estaba más al sur, a menos de un kilómetro de los muros del palacio. Aterrizaron sobre un amplio embarcadero de mármol blanco construido sobre las aguas tan sólo para los dragones, ya que no había barcas a la vista.
El embarcadero terminaba en una enorme puerta, una estructura roja que era más que una pared y, sin embargo, demasiado estrecha para considerarla un edificio, con tres aberturas cuadradas. Las dos más peque?as superaban varias veces en altura la cabeza de Temerario y eran lo bastante anchas para que pudieran pasar cuatro como él; la del centro era aún más grande. A cada lado montaban guardia sendos dragones Imperiales, enormes y muy parecidos a Temerario, aunque sin la gorguera que distinguía a éste. Uno era negro y el otro azul oscuro, y a su lado había una larga fila de soldados de infantería, equipados con brillantes cascos de acero y uniformes azules y armados con largas lanzas.
Los dos dragones de escolta atravesaron directamente las entradas menores mientras que Lien se dirigía hacia la del centro, pero cuando Temerario iba a seguirla, el dragón de franjas amarillas se interpuso en su camino, le hizo una reverencia y le dijo algo en tono de disculpa a la vez que se?alaba con gestos la puerta central. Temerario le respondió con brevedad y después se sentó en cuclillas con aire decidido; tenía la gorguera rígida y aplastada contra el cuello en una muestra evidente de enfado.