Temerario II - El Trono de Jade

Se despertó desconcertado. Había una extra?a algarabía de colores sobre su cabeza, hasta que comprendió que estaba mirando la decoración del techo. Cada pulgada de madera estaba pintada y esmaltada con tonalidades brillantes y pan de oro. Se incorporó y miró a su alrededor con renovado interés. Las columnas redondas, pintadas de un rojo compacto, descansaban sobre pedestales cuadrados de mármol blanco, y el techo estaba por lo menos a diez metros de altura. Temerario no debía de haber tenido ninguna dificultad para entrar.

 

La parte delantera del pabellón se abría mostrando un panorama que encontró más interesante que bonito: el patio estaba pavimentado con piedras grises que rodeaban un sinuoso sendero de losas rojas, y lleno de piedras y árboles de formas pintorescas y, por supuesto, de dragones. Había cinco tumbados en el suelo en diversas actitudes de descanso; otro ya se había despertado y estaba acicalándose de forma un tanto quisquillosa junto al enorme estanque que ocupaba el rincón noreste de los jardines. El dragón era de un color azul grisáceo no muy diferente del cielo a aquellas horas, y curiosamente las puntas de sus cuatro garras estaban pintadas de un rojo brillante. Terminó sus abluciones matinales y emprendió el vuelo mientras Laurence lo observaba.

 

La mayoría de los dragones del patio parecían de una raza similar, aunque diferían bastante en tama?o y en el matiz preciso de su color, así como en el número y emplazamiento de los cuernos: algunos tenían la espalda lisa y otros tenían crestas con púas. Poco después, un dragón de una clase muy distinta salió del gran pabellón situado al sur. Era más grande y de color rojo carmesí, con garras te?idas de oro y una cresta amarilla que salía desde la cabeza erizada de cuernos y recorría la espina dorsal. Bebió de la piscina y dio un enorme bostezo, mostrando una doble hilera de dientes peque?os pero amenazadores entre los que sobresalían cuatro colmillos más largos y curvados. Había varios pórticos más estrechos en los que se alternaban paredes y arcos, y que corrían de este a oeste y unían los dos pabellones. El dragón rojo se acercó a uno de los arcos y gritó algo hacia dentro.

 

Unos segundos después una mujer salió a trompicones de la arcada, frotándose la cara entre gru?idos sin palabras. Laurence se quedó mirando, pero enseguida apartó la vista, avergonzado, ya que estaba desnuda de la cintura para arriba. El dragón la empujó con fuerza y la tiró de espaldas al estanque. Aquello la resucitó de golpe: la mujer salió resoplando y con los ojos abiertos de par en par, y se dedicó a dar gritos al dragón fuera de sí antes de volver adentro. Unos minutos después salió de nuevo, ya vestida con lo que parecía una especie de blusa acolchada de algodón azul oscuro, de mangas anchas y ribeteada de bandas rojas. Traía unos arreos de tela; seda, supuso Laurence. Se los colocó al dragón ella misma, sin dejar de hablar en voz alta y muy enfadada todo el rato. Laurence no pudo evitar pensar en Berkley y Maximus, aunque Berkley no debía de haber pronunciado tantas palabras juntas en toda su vida. Había algo irreverente en aquella relación que le recordaba la de ellos.

 

La aviadora china se encaramó a lo alto una vez asegurados los aparejos y los dos emprendieron el vuelo sin más preámbulos y se alejaron del pabellón para cumplir sus tareas cotidianas, cualesquiera que fuesen. Los demás dragones estaban empezando ya a despertarse; otras tres grandes bestias escarlata salieron del pabellón, y también asomaron más personas de las estancias que había dentro de los pórticos laterales: varones de la parte este y unas cuantas mujeres más de la parte oeste.

 

El propio Temerario rebulló bajo Laurence y después abrió los ojos.

 

—Buenos días —dijo con un bostezo y después a?adió un ??Oh!? mientras miraba a su alrededor con ojos como platos, tratando de asimilar la lujosa decoración del recinto y el ajetreo que tenía lugar en el patio—. No me había dado cuenta de que aquí había tantos dragones ni de que esto era tan grande —admitió, algo nervioso—. Espero que sean amistosos.

 

—Estoy seguro de que cuando sepan que has venido desde tan lejos tendrán que ser amables contigo —dijo Laurence mientras bajaba al suelo para que Temerario se pudiera incorporar. El aire era denso y pegajoso por la humedad, y el cielo seguía viéndose gris y borroso. Pensó que iba a hacer calor otra vez—. Será mejor que bebas todo lo que puedas —dijo—. No tengo la menor idea de cuántas paradas para descansar querrán hacer hoy.

 

—Me lo imagino —dijo Temerario a rega?adientes, y salió del pabellón para bajar al patio.

 

El creciente bullicio cesó de repente y por completo. Los dragones y sus cuidadores se le quedaron mirando de hito en hito, y después retrocedieron y se apartaron de él. Durante unos segundos Laurence se sintió a la vez asombrado y ofendido; después vio que todos, hombres y dragones, se estaban inclinando hasta casi tocar el suelo. Lo único que pasaba era que le estaban despejando el camino hasta el estanque.