Temerario II - El Trono de Jade

—?Roland! —llamó Laurence. Ella y Dyer estaban estudiando trigonometría en un rincón—. Por favor, pregúntele si quiere tomar algo.

 

Roland asintió y se acercó a hablar con el muchacho en su chino chapurreado, mientras Laurence cruzaba el patio detrás de los otros dos hombres y entraba en la residencia. Los criados habían cambiado los muebles a toda prisa: para Yongxing un asiento tapizado con un escabel para los pies, y para Laurence y Hammond dos sillas sin brazos colocadas en ángulo recto con la del príncipe. Trajeron el té con gran ceremonia y deferencia, y durante todo el proceso Yongxing permaneció en absoluto silencio. Siguió sin hablar cuando los sirvientes se retiraron al fin. Se dedicó a beber su té en lentos sorbos.

 

Hammond se decidió a romper el silencio agradeciendo amablemente la comodidad de su residencia y las atenciones que habían recibido.

 

—En particular, la visita a la ciudad fue una gran gentileza. ?Puedo preguntarle si fue obra suya, se?or?

 

Yongxing respondió:

 

—Fue deseo del emperador. Espero, capitán —a?adió—, que su impresión fuera favorable.

 

Era más bien una pregunta retórica, y Laurence contestó sucintamente:

 

—Lo fue, se?or. Tienen ustedes una ciudad muy notable.

 

Yongxing sonrió torciendo apenas los labios y no dijo nada más, pero tampoco era necesario. Laurence apartó la mirada, ya que tenía fresco en la memoria el recuerdo de las bases de Inglaterra y su agudo contraste con China.

 

Siguieron manteniendo aquella muda pantomima un rato más. Hammond volvió a aventurarse:

 

—?Puedo preguntarle por la salud del emperador? Como podrá imaginar, estamos impacientes por presentarle los respetos del rey a Su Majestad Imperial y por entregarle las cartas que traiga para él.

 

—El emperador está en Chengde —dijo Yongxing con displicencia—. Tardará en volver a Pekín. Tienen ustedes que ser pacientes.

 

Laurence estaba cada vez más furioso. El intento de Yongxing de proponer al chico como compa?ero de Temerario era tan descarado como los anteriores conatos por separarlos a ambos. Sin embargo, Hammond no estaba poniendo la menor objeción y, pese a que les estaban restregando por la cara aquella ofensa, seguía insistiendo en mantener una conversación educada. Laurence dijo con toda intención:

 

—El acompa?ante de Su Alteza parece un hombre muy joven. ?Puedo preguntar si es su hijo?

 

Yongxing frunció el ce?o y tan sólo respondió con frialdad:

 

—No.

 

Hammond, que había percibido la impaciencia de Laurence, se apresuró a intervenir antes de que pudiera a?adir más.

 

—Por supuesto estamos más que contentos de respetar lo que más convenga al emperador, pero ya que es probable que la espera sea larga, confío en que nos puedan conceder más grado de libertad; al menos tanta como se le ha dado al embajador francés. Estoy seguro, se?or, de que no habrá olvidado aquel ataque criminal que sufrimos al principio de nuestro viaje, y espero que me permita asegurar, una vez más, que los intereses de nuestras naciones están más estrechamente relacionados que los de China y Francia.

 

Al no recibir respuesta, Hammond prosiguió. Habló en detalle y con gran pasión de los peligros del dominio napoleónico en Europa, del ahogo que suponía para un comercio que en otras circunstancias habría supuesto una gran riqueza para China, y de la amenaza de aquel conquistador insaciable que no dejaba de expandir su Imperio… hasta tal vez, a?adió, llamar a las propias puertas de los chinos.

 

—Porque Napoleón ya ha intentado atacarnos en la India, se?or, y no guarda en secreto que su ambición es superar a Alejandro. Si tiene éxito, deben ustedes darse cuenta de que su codicia no se detendrá allí.

 

Para Laurence, la idea de que Napoleón consiguiera dominar Europa, conquistar los imperios ruso y otomano, cruzar el Himalaya, establecerse en la India y aun así tener energías suficientes para declararle la guerra a China era tan exagerada que difícilmente convencería a nadie. En cuanto al comercio, sabía que aquel argumento no tenía ningún peso con Yongxing, que con tanto fervor había hablado de la autarquía de China. Sin embargo, el príncipe no interrumpió a Hammond, limitándose a escuchar toda su larga perorata con el ce?o fruncido. Cuando Hammond concluyó renovando su petición de que les concedieran la misma libertad de movimientos que a De Guignes, Yongxing recibió sus palabras sentado en silencio y pasado un largo rato se limitó a contestar:

 

—Tienen ustedes la misma libertad que él. Más sería inapropiado.

 

—Se?or —dijo Hammond—. Tal vez no sea consciente usted de que no se nos deja salir de la isla ni comunicarnos con ningún funcionario, ni siquiera por carta.