—?Son míos! —jadeó Granby, y le dio una patada en los testículos al hombre que tenía delante con sus pesadas botas de cuero. Después se enzarzó con el otro, empu?adura contra empu?adura, y Laurence se apartó y se dio la vuelta a toda prisa.
Había dos hombres chorreando en el borde del estanque y otro que estaba saliendo del agua: debían de haber encontrado el embalse que alimentaba la piscina y habían llegado buceando bajo la pared. Keynes estaba tendido en el suelo, inmóvil, mientras Riggs y los otros fusileros corrían hacia ellos al tiempo que recargaban frenéticamente sus armas. Hammond, que estaba en turno de descanso, trataba de hacer retroceder a los otros dos hombres hasta el agua, pero, aunque manejaba el alfanje con furia, no tenía demasiada pericia. Ellos llevaban cuchillos cortos y en cualquier momento podían entrar por debajo de su guardia.
El peque?o Dyer agarró uno de los grandes jarrones y lo lanzó, aún lleno de agua, contra el hombre que se inclinaba sobre el cuerpo de Keynes con su cuchillo. La porcelana se hizo a?icos contra su cabeza y le derribó, aturdido y resbalando sobre el agua del suelo. Roland acudió corriendo, cogió las tenazas de Keynes, que acababan en gancho, y antes de que el chino pudiera levantarse se las clavó de punta en la garganta; la sangre salió a furiosos borbotones de la vena cortada a través de los dedos que trataban de detener la hemorragia.
Había más hombres saliendo del estanque.
—?Fuego a discreción! —gritó Riggs.
Tres atacantes cayeron. Uno de ellos recibió el disparo cuando sólo le asomaba la cabeza del agua, y se hundió bajo la superficie esparciendo una gran nube de sangre. Laurence llegó junto a Hammond, y entre ambos obligaron a los dos hombres contra los que estaba luchando el diplomático a retroceder hacia el estanque: mientras Hammond seguía blandiendo su alfanje a un lado y otro, Laurence le dio una estocada a uno con la punta y aporreó con la empu?adura a otro, que cayó al agua inconsciente, con la boca abierta y soltando burbujas de aire por los labios.
—?Arrojadlos dentro del agua! —bramó Laurence—. Tenemos que bloquearles el paso —se metió en el estanque y empujó los cuerpos contra la corriente. Podía sentir una presión aún mayor desde el otro lado, mientras más hombres intentaban pasar—. Riggs, lleve a sus hombres al frente y releve a Granby —ordenó—. Hammond y yo podemos aguantarlos aquí.
—Yo también puedo ayudarles —dijo Therrows, que se acercó cojeando: era un hombre alto, y podía sentarse al borde de la piscina y apretar con la pierna sana contra aquella masa de cuerpos.
—Roland, Dyer, miren a ver si se puede hacer algo por Keynes —ordenó Laurence, y después volvió la cabeza para ver por qué no había oído una respuesta de inmediato: los dos estaban vomitando en un rincón, sin decir nada.
Roland se limpió la boca y se levantó como un potrillo que aún no se sostiene sobre las piernas.
—Sí, se?or —dijo, y ella y Dyer se acercaron tambaleándose a Keynes. éste gru?ó cuando le dieron la vuelta: tenía una gran mancha de sangre en la cabeza, sobre la ceja, pero abrió los ojos aturdido cuando se la vendaron.
La presión en el otro extremo de la masa de cuerpos se debilitó y cesó poco a poco. A sus espaldas, los fusiles volvieron a hablar una y otra vez con un ritmo que de pronto se había acelerado: Riggs y sus hombres disparaban casi con la cadencia de los casacas rojas. Laurence volvió la cabeza para ver qué pasaba, pero era incapaz de distinguir nada a través de la nube de humo.
—Therrows y yo podemos arreglarnos. ?Vaya! —jadeó Hammond.
Laurence asintió y salió del agua, pero las botas le pesaban como piedras. Tuvo que pararse y vaciarlas para poder correr hasta el frente.
Mientras se acercaba, los disparos cesaron. El humo era tan espeso y tenía un resplandor tan espectral que no podía ver a nadie a través de él, sólo un montón de cuerpos en el suelo que yacían a sus pies. Se quedaron esperando, mientras Riggs y sus hombres recargaban más despacio con dedos temblorosos. Laurence decidió avanzar un poco y apoyó una mano en la columna para mantener el equilibrio, ya que no había donde pisar salvo sobre los cadáveres.
Salieron de la humareda parpadeando al temprano sol de la ma?ana; al hacerlo espantaron a una bandada de cuervos, que levantó el vuelo de los cuerpos que yacían en el patio y huyó entre ásperos graznidos sobre las aguas del lago. No había nadie que se moviera a la vista. El resto de los atacantes se había retirado. De pronto, Martin cayó de rodillas y su alfanje repicó desafinando sobre las piedras. Granby fue a ayudarle y también acabó desplomándose. Laurence caminó como pudo hasta un peque?o banco de madera antes de que sus propias piernas se rindieran; no le importó demasiado compartirlo con uno de los muertos, un joven de rasgos suaves con un hilillo de sangre roja secándose en sus labios y una mancha púrpura rodeando la herida de bala que tenía en el pecho.
De Temerario no se veía ni rastro. No había venido.
Capítulo 15