—Lo siento —dijo Blythe, jadeando—. Ese maldito se me había metido en la boca.
Laurence le miró de hito en hito, pero entonces Martin soltó una carcajada y durante unos instantes todos sonrieron. Después los fusiles restallaron, y tuvieron que volver a la puerta.
Los atacantes no intentaron en ningún momento prender fuego al pabellón, lo que sorprendió a Laurence, ya que tenían antorchas suficientes y había madera de sobra en la isla. A cambio trataron de ahumarlos encendiendo peque?as fogatas a ambos lados del edificio, bajo los aleros, pero ya fuera por algún truco en el dise?o del pabellón o simplemente por la dirección del viento, una corriente de aire se llevaba el humo hacia arriba hasta atravesar el techo de tejas amarillas. Era bastante molesto, pero no letal, y el aire seguía fresco cerca del estanque. En cada ronda el hombre que descansaba volvía allí para beber y limpiarse los pulmones, y también para untarse con bálsamo los ara?azos que a esas alturas todos acumulaban y vendárselos si aún sangraban.
Los asaltantes improvisaron un ariete con un árbol recién cortado que aún conservaba las ramas y las hojas, pero Laurence ordenó:
—?Apártense a los lados cuando entren y háganles cortes en las piernas!
Los porteadores se abalanzaron derechos contra las espadas con gran coraje, tratando de abrir brecha, pero los tres escalones que subían a la puerta del pabellón bastaron para quitarles impulso. Varios de los que iban en vanguardia cayeron con heridas por las que asomaba el hueso y una vez abajo los aporrearon a culatazos hasta matarlos; después la parte delantera del árbol cayó al suelo y detuvo su avance. Durante unos instantes frenéticos los ingleses se dedicaron a cortar las ramas para despejar la vista a los fusileros; para entonces la siguiente descarga ya estaba lista y los atacantes renunciaron al intento.
Después de esto la batalla se asentó en una especie de ritmo siniestro. Ahora cada ronda de disparos les daba más tiempo para descansar, pues el fracaso al tratar de romper la peque?a línea de defensa británica y la gran mortandad que estaban sufriendo desanimaba evidentemente a los chinos. Todas las balas alcanzaban su blanco: Riggs y sus hombres estaban entrenados para disparar a lomos de un dragón mientras volaban en el fragor de la batalla, a veces a más de treinta nudos, y con menos de treinta metros hasta la entrada era casi imposible fallar. Se trataba de una forma de luchar lenta, de desgaste. Cada minuto parecía consumir cinco veces su duración apropiada; Laurence empezaba a contar el tiempo por las descargas de los fusiles.
—Mejor será que disparemos sólo tres tiros por andanada, se?or —dijo Riggs, tosiendo, cuando Laurence se arrodilló junto a él para hablar en su siguiente turno de descanso—. Eso bastará para contenerlos ahora que han probado nuestra medicina, y aunque he traído todos los cartuchos que teníamos, no somos la maldita infantería. Tengo a Therrows haciéndonos más, pero creo que como mucho nos queda pólvora para otras treinta rondas.
—Con eso tendrá que bastar —dijo Laurence—. Intentaremos aguantarlos más tiempo entre descarga y descarga. Además, que descanse un hombre cada dos rondas.
Laurence vació su propia cartuchera y la de Granby en la pila general: sólo eran siete cartuchos más, pero eso significaba al menos otras dos ráfagas, y los fusiles eran más útiles que las pistolas.
Se lavó la cara con agua en el estanque, sonriéndole a un pez que nadaba veloz y al que ahora podía ver con más claridad; quizá sus ojos se estaban adaptando a la oscuridad. Tenía el pa?uelo del cuello empapado de sudor. Se lo quitó y lo escurrió sobre el suelo, pero después de haber expuesto su piel agradecida al aire no fue capaz de ponérselo otra vez. Lo enjuagó en el agua, lo extendió para que se secara y volvió rápidamente a la puerta.
Transcurrió otro lapso indefinido de tiempo. Los rostros de los atacantes se veían cada vez más borrosos en la entrada. Laurence estaba luchando para contener a dos hombres, codo a codo con Granby, cuando oyó la voz aguda de Dyer gritar ??Capitán! ?Capitán!? desde atrás. No podía volverse a mirar. Allí no había tiempo para distraerse ni un instante.