El príncipe Yongxing y sus compa?eros regresaron de su misión al día siguiente, ya por la tarde, pero cuando le pidieron permiso para proseguir el viaje, o al menos para salir del puerto, se negó en redondo e insistió en que la Allegiance debía esperar instrucciones ulteriores. De dónde y cuándo llegarían dichas instrucciones, no lo dijo. Mientras tanto, las embarcaciones locales continuaron con sus peregrinaciones; lo hacían incluso de noche, colgando grandes linternas de papel a proa para alumbrar el camino.
A la ma?ana siguiente, Laurence se despertó muy temprano al escuchar un altercado al otro lado de la puerta. Roland, que sonaba muy enojada a pesar de su voz clara y aguda, estaba diciendo algo en una mezcla de inglés y chino, idioma que Temerario había empezado a ense?arle.
—?Qué demonios es ese ruido? —dijo Laurence en voz alta.
Roland apareció en la puerta, que ella misma mantenía entreabierta lo justo para asomar un ojo y la boca. Sobre sus hombros Laurence pudo ver a uno de los criados chinos que hacía gestos de impaciencia e intentaba tirar del pomo.
—Es Huang, se?or. Está montando jaleo porque insiste en que el príncipe quiere que suba usted al puente enseguida. Yo le he dicho que ha hecho usted la guardia central y que acababa de acostarse.
Laurence suspiró y se frotó la cara.
—Muy bien, Roland. Dígale que voy.
No estaba de humor para levantarse. Al anochecer, al final de su guardia, otra barca visitante pilotada por un joven más atrevido que habilidoso había recibido una ola de costado. El ancla, que no estaba bien enganchada, se había soltado y había golpeado a la Allegiance por debajo, abriendo un buen agujero en la bodega y empapando buena parte de su grano recién adquirido. Al mismo tiempo, la barca se había volcado, y aunque el puerto no estaba lejos, los pasajeros llevaban ropajes de seda muy pesados y no podían volver nadando, de modo que tuvieron que pescarlos a la luz de las linternas. Había sido una noche larga y agotadora, y Laurence tuvo que mantenerse despierto durante varios turnos de guardia arreglando el problema hasta que al fin pudo acostarse a altas horas de la madrugada. Ahora se lavó la cara con el agua tibia de la palangana y se puso la casaca de mala gana antes de subir al puente.
Temerario estaba hablando con alguien. Laurence tuvo que mirar dos veces para darse cuenta de que ese alguien era en realidad un dragón, de un tipo que nunca antes había visto.
—Laurence, te presento a Lung Yu Ping —dijo Temerario cuando Laurence subió a la cubierta de dragones—. Nos ha traído el correo.
Al volverse para mirarla, Laurence descubrió que sus cabezas estaban casi a la misma altura: la dragona era más peque?a incluso que un caballo, tenía la frente ancha y curvada y el hocico largo y en forma de flecha, y un pecho muy profundo y alargado, que le daba proporciones de galgo. Era imposible que llevara a nadie sobre la espalda a no ser que fuese un ni?o, y no llevaba arneses, sino un delicado collar de oro y seda amarilla del que colgaba una especie de cota de malla muy fina que se ajustaba a su pecho y estaba sujeta a sus patas delanteras y garras por unos anillos dorados.
La malla estaba ba?ada en oro que contrastaba con su piel verde pálido. En las alas, de un verde más oscuro, tenía unas finas bandas de oro. El aspecto de las alas —estrechas, afiladas y más largas que ella misma— era también insólito, de modo que incluso cuando las mantenía dobladas sobre la espalda, las puntas arrastraban por el suelo tras ella como la cola de un vestido.
Cuando Temerario repitió la presentación en chino, la peque?a dragona se sentó en cuclillas y saludó a Laurence con una reverencia. él hizo lo propio, divertido de saludar a un dragón en plano de igualdad. Cumplido el protocolo, ella adelantó la cabeza para examinarle más de cerca y le miró de arriba abajo por ambos lados con sumo interés; sus ojos eran grandes y húmedos, de color ámbar y provistos de gruesos párpados.
Hammond estaba conversando con Sun Kai y Liu Bao, quienes a su vez inspeccionaban una curiosa carta, muy gruesa y sembrada de sellos, con tinta negra generosamente repartida entre marcas de color bermellón. Algo apartado de ellos, Yongxing leía una segunda misiva escrita en unos caracteres extra?amente grandes sobre un largo rollo de papel. Sin compartir su carta con nadie, el príncipe la enrolló de nuevo, se la guardó y después se reunió con los otros tres.
Hammond les hizo una reverencia y se acercó a Laurence para traducirle las noticias.
—Nos han dado instrucciones para que el barco siga hasta Tientsing, mientras nosotros continuamos viaje por aire —dijo—, e insisten en que debemos partir enseguida.
—?Instrucciones? —preguntó Laurence, perplejo—. No lo entiendo. ?De dónde vienen esas órdenes? No podemos haber recibido un mensaje de Pekín: el príncipe Yongxing envió su carta sólo hace tres días.
Temerario le hizo una pregunta a Ping, que ladeó la cabeza y respondió con una voz grave y poco femenina que retumbaba en su pecho de barril.
—Dice que ha traído las cartas desde una estación de postas en Heyuan, que está a cuatrocientos li de aquí, sea lo que sea eso, y que el vuelo es de poco más de dos horas —dijo—, pero no sé qué distancia representa.