—Lo siento, se?or, pero debo interrumpirle. No se contempla la posibilidad de que la Allegiance lleve a cabo ninguna acción contra el Imperio chino. Ninguna. Deben ustedes desterrar de sus mentes esa idea —habló con gran decisión, aunque, con excepción de Heretford, era el hombre más joven de la mesa. Sus palabras despertaron una gran frialdad entre los demás, pero Hammond no pareció reparar en ello—. Nuestro objetivo principal y prioritario es restablecer las buenas relaciones de nuestra nación con la corte para impedir que los chinos firmen una alianza con Francia. Todos los demás planes son insignificantes comparados con éste.
—Se?or Hammond —dijo Staunton—, no puedo concebir que tal alianza sea posible, y tampoco sería una amenaza tan grave como usted parece imaginar. El Imperio chino no es una potencia militar occidental, por mucha impresión que su magnitud y sus fuerzas de dragones puedan causar en un observador poco experimentado —Hammond enrojeció ante esta pulla, que probablemente no iba sin intención—. Además, hacen gala de su indiferencia por los asuntos europeos. Es una política arraigada en ellos desde hace siglos aparentar o quizá sentir un desinterés total por lo que pasa más allá de sus fronteras.
—El hecho de que hayan llegado al extremo de enviar al príncipe Yongxing a Inglaterra debe pesar sin duda, se?or, para demostrar que, si el estímulo es suficiente, pueden cambiar de política —repuso Hammond con frialdad.
Durante varias horas discutieron aquel punto y muchos otros con una hostilidad que iba en aumento. Laurence tenía que esforzarse para mantener la atención centrada en la conversación, entrelazada como estaba con referencias a nombres, cuestiones e incidentes de los que no sabía nada: disturbios entre los campesinos locales; la situación política en Tíbet, donde al parecer se estaba gestando una auténtica rebelión; el déficit comercial y la necesidad de abrir más mercados en China; problemas con los incas en la ruta de Suramérica…
Pero aunque Laurence no se veía capacitado para extraer sus propias conclusiones, la conversación le sirvió para algo. Cada vez se convencía más de que Hammond, aunque estaba muy bien informado, tenía un punto de vista de la situación que se contradecía frontalmente y en casi todos los puntos con las opiniones ya establecidas de los comisionados. Por ejemplo, Hammond sacó a colación la cuestión de la ceremonia del kowtow y la trató como si careciese de importancia: por supuesto que iban a llevar a cabo el ritual completo de la genuflexión, y al hacerlo así esperaban enmendar el insulto que había supuesto la negativa de Lord Macartney en la anterior embajada.
Staunton se opuso con ardor.
—Lo único que podemos conseguir cediendo en este punto sin obtener concesiones a cambio es perder dignidad ante sus ojos. Aquella negativa no fue infundada. La ceremonia está pensada para los emisarios de Estados tributarios, vasallos del trono de China. Habiendo presentado antes estas objeciones, no podemos ahora efectuar el ritual sin que parezca que les damos la razón ante el ultraje que han cometido con nosotros. No puede haber nada peor para nuestros intereses que animarles a que continúen así.
—Y yo no puedo admitir que haya algo peor para nuestros intereses que oponernos a las costumbres de una nación tan antigua y poderosa en su propio territorio, tan sólo porque no coinciden con nuestras propias ideas sobre etiqueta —espetó Hammond—. La única manera de vencer en ese punto es perder en todos los demás, como se demostró por el absoluto fracaso de la embajada de Lord Macartney.
—Me temo que debo recordarle que los portugueses se postraron no sólo ante el emperador, sino también ante su retrato y sus cartas, obedeciendo así todas las exigencias de los mandarines, y sin embargo su embajada también fracasó —puntualizó Staunton.
A Laurence no le agradaba la idea de rebajarse ante ningún hombre, fuese emperador de China o no, pero pensó que no eran tan sólo sus preferencias personales las que le inclinaban a estar de acuerdo con Staunton. En su opinión, humillarse hasta tal punto únicamente podía despertar repugnancia, incluso entre el propio destinatario de aquel gesto, y conducir por tanto a un tratamiento aún más despectivo.
Durante la cena, Laurence se sentó a la izquierda de Staunton, y la conversación que sostuvieron, más informal que la anterior, le convenció de su buen juicio y le hizo albergar aún más dudas sobre el de Hammond.
Por fin se despidieron y volvieron a la playa para esperar el bote.
—Estas noticias sobre la embajada francesa me preocupan más que todas las demás juntas —murmuró Hammond, más para sí mismo que para Laurence—. De Guignes es peligroso. ?Ojalá Bonaparte hubiera enviado a otra persona!
Laurence no respondió. Era tristemente consciente de que sentía lo mismo hacia el propio Hammond, y de haber estado en su mano lo habría cambiado por otro embajador.