—El mayor Heretford, a su servicio —dijo saludando con una inclinación—. Si me permite decirlo, es un alivio verlos, se?or —a?adió con franqueza de soldado ya dentro de la factoría—. Dieciséis meses… Habíamos empezado a pensar que nadie iba a hacer caso de lo sucedido.
Laurence sintió una desagradable conmoción al recordar que los chinos se habían apoderado de los buques mercantes de la Compa?ía muchos meses antes. Casi se había olvidado por completo de aquel incidente con la preocupación por el estado de Temerario y las distracciones del viaje, pero, desde luego, era muy difícil ocultárselo a los hombres destinados allí. Debían de haber pasado todo ese tiempo ardiendo en deseos de vengarse por aquel gravísimo insulto.
—Supongo que no habrán tomado ninguna represalia… —dijo Hammond, con un nerviosismo que sirvió para renovar la antipatía que le tenía Laurence; y también había un matiz de miedo en él—. Sería lo más perjudicial que se pueda imaginar.
Heretford le miró de reojo.
—No. Los comisionados pensaron que, dadas las circunstancias, lo mejor era tratar de llevarse bien con los chinos y esperar a que hubiera una respuesta oficial —dijo, en un tono que dejaba poca duda sobre lo que habría hecho él de haber seguido sus propios impulsos.
Laurence no pudo evitar sentir simpatía por el mayor, aunque por lo general no tenía una opinión muy elevada de las fuerzas de seguridad privadas de la Compa?ía, pero Heretford parecía competente y perspicaz, y los hombres que estaban bajo su mando mostraban se?ales de mantener una buena disciplina: sus armas estaban en buen estado y sus uniformes recién planchados, pese al húmedo calor que reinaba en el lugar.
Cerraron las persianas de la sala de juntas para evitar que entrase el calor del sol, que cada vez estaba más alto. Había abanicos preparados para remover el aire húmedo y sofocante. Una vez hechas las presentaciones, trajeron vasos de ponche de clarete enfriado con hielo de las bodegas. Los comisionados recogieron de buen grado el correo que traía Laurence y le prometieron que se asegurarían de enviarlo a Inglaterra. Terminado así el intercambio de formalidades, procedieron a un diplomático pero también astuto interrogatorio sobre los objetivos de la misión.
—Naturalmente, nos complace oír que el gobierno ha compensado a los capitanes Mestis, Holt y Greggson, y también a la Compa?ía, pero el da?o que ese incidente ha causado al conjunto de nuestras operaciones es difícil de sobrestimar —Sir George Staunton hablaba con voz tranquila, pero cargada de fuerza. A pesar de su juventud era el jefe de los comisionados, debido a su larga experiencia en China. Había acompa?ado a la embajada de Macartney en el séquito de su padre cuando tenía doce a?os y era uno de los pocos ingleses que podía hablar chino con fluidez.
Staunton les contó varios ejemplos más de conductas ofensivas, y a?adió:
—Lamento decir que son de lo más típico. La insolencia y la rapacidad de la administración china han aumentado de forma notable, pero sólo hacia nosotros. Los holandeses y franceses no reciben el mismo tratamiento. Antes trataban nuestras reclamaciones con cierto grado de respeto, pero ahora las despachan de forma sumaria, y la verdad es que únicamente conseguimos con ellas que nos traten aún peor.
—Hemos estado temiendo casi a diario que ordenen nuestra expulsión —a?adió el se?or Grothing-Pyle. Era un hombre corpulento, con el cabello blanco algo despeinado por los vigorosos movimientos que le imprimía al abanico—. No pretendo ofender al mayor Heretford ni a sus hombres —dijo, haciéndole una se?a con la barbilla al oficial—, pero tendríamos serios problemas para oponernos a esa orden, y pueden estar seguros de que los franceses estarían encantados de ayudar a los chinos a llevarla a cabo.
—Y también de apoderarse de nuestras instalaciones una vez que nos hubieran echado —a?adió Staunton, entre un círculo de cabezas que asentían—. La llegada de la Allegiance nos pone en una situación muy diferente con respecto a la posibilidad de resistirse a…
Aquí Hammond le cortó.