—Si no me fuera de allí, me volverían a encadenar y me llevarían a la fuerza —dijo—. Me obligarían a ir a los campos de cría, y si intentara escapar no me dejarían. Y lo mismo le pasaría a cualquier otro dragón. Así que me parece —a?adió con gravedad, dejando asomar un gru?ido de enojo bajo su voz— que somos igual que los esclavos. Lo único que pasa es que somos menos, y mucho más grandes y peligrosos. Por eso se nos trata con generosidad, mientras que a ellos se les trata cruelmente, pero aun así no somos libres.
—Dios bendito, no es eso —dijo Laurence, incorporándose. Se sentía a la vez horrorizado y consternado, tanto por su propia ceguera como por el comentario. No era raro que Temerario se hubiera sacudido así las cadenas de tormenta si ya antes había estado rumiando esos pensamientos en su imaginación; y Laurence no podía creer que fueran resultado tan sólo de la reciente batalla—. No, no es eso. Es del todo ilógico —repitió. Sabía que no era adecuado debatir con Temerario en terrenos más filosóficos, pero la idea era intrínsecamente absurda, y sentía que, si encontraba las palabras adecuadas, tenía que ser capaz de convencerlo de aquel hecho—. Es como decir que yo soy un esclavo porque se espera que obedezca las órdenes del Almirantazgo. Me expulsarían del Cuerpo si me negara a hacerlo y probablemente me ahorcarían, pero eso no quiere decir que sea un esclavo.
—Pero tú has elegido pertenecer a la Armada y a la Fuerza Aérea —le recordó Temerario—. Si quieres, puedes renunciar e irte adonde quieras.
—Sí, pero entonces, tendría que buscarme otra profesión para ganarme el sustento, si no fuera porque tengo capital suficiente para vivir de los intereses. De hecho, si no quieres seguir en la Fuerza Aérea, tengo suficiente como para comprar una finca en el norte, o tal vez en Irlanda, y tener una explotación ganadera. Allí podrías vivir a tu gusto y nadie podría ponerte pegas.
Laurence volvió a respirar cuando Temerario se quedó cavilando sobre estas palabras. El brillo militante de sus ojos se apagó un poco, y gradualmente dejó de retorcer la cola en el aire para volver a enroscarla sobre la cubierta en una perfecta espiral, mientras que las espinas curvadas de su gorguera reposaban más relajadas sobre su cuello.
La campana sonó ocho veces con suavidad. Los marineros dejaron de jugar a los dados y el nuevo turno de guardia subió a cubierta para apagar las últimas luces. Ferris ascendió por las escaleras de la cubierta de dragones, bostezando y seguido por los tripulantes del relevo, que aún venían frotándose los ojos. Baylesworth llevó a los miembros del turno anterior abajo, y los hombres se despidieron diciendo al pasar: ?Buenas noches, se?or. Buenas noches, Temerario?, mientras muchos de ellos daban palmaditas en el costado del dragón.
—Buenas noches, caballeros —contestó Laurence, mientras Temerario respondía con un ronroneo sordo y afectuoso.
—Los hombres pueden dormir en cubierta si quieren, se?or Tripp —les llegó la voz de Purbeck desde la popa.
La noche cayó sobre la nave. Los hombres, satisfechos por la decisión de Purbeck, se repartieron por el castillo de proa, usando rollos de cuerda y camisas engurru?adas como almohadas. La oscuridad tan sólo se veía rota por la solitaria linterna de popa, que parpadeaba al otro extremo del barco, y por la luz de las estrellas. No había luna, pero el brillo de las Nubes de Magallanes era especialmente intenso, y también se veía la masa alargada y nebulosa de la Vía Láctea. Poco después reinó el silencio. Los aviadores se habían acomodado a lo largo de la batayola de babor y volvían a estar tan solos como se podía estar a bordo. Laurence se sentó una vez más y apoyó la espalda en el costado del dragón. Había algo de expectante en el silencio de Temerario.
Por fin, habló.
—Aunque lo hicieras —empezó, como si no hubiera habido ninguna pausa en la conversación, aunque no estaba tan acalorado ni furioso como antes—, si me compraras una finca, aun así sería algo que harías tú, y no yo. Tú me quieres y harías cualquier cosa para asegurarte de que soy feliz, pero ?qué pasa con un dragón como el pobre Levitas y con un capitán como Rankin, que no se preocupaba para nada de su bienestar? No entiendo muy bien en qué consiste eso del capital, pero estoy seguro de que yo no lo tengo, ni existe forma de que llegue a tenerlo.
Al menos, no estaba tan consternado ni agresivo como antes; más bien sonaba cansado y un tanto triste. Laurence le dijo:
—Ya sabes que tienes tus joyas. El colgante solo vale unas diez mil libras, y fue un regalo. Nadie puede negar que te pertenece legítimamente.
Temerario agachó la cabeza para examinar la joya, el peto que le había comprado Laurence con buena parte de la recompensa obtenida por el Amitié, la fragata que llevaba su huevo. El platino había sufrido algunas muescas y ara?azos durante el viaje: seguían sin reparar porque Temerario no consentía en separarse del peto ni siquiera el tiempo necesario para que lo limaran. Pero la perla y los zafiros conservaban el mismo brillo de siempre.
—Entonces, ?qué es el capital? ?Joyas? Si es así, no me extra?a que sea algo tan bonito. Pero sigue pasando lo mismo, Laurence: no deja de ser un regalo tuyo, al fin y al cabo, no algo que me he ganado por mí mismo.