Temerario II - El Trono de Jade

—?Por qué dices esas cosas? —preguntó Temerario—. Quieres decir que no hablaba inglés, ni francés, ni chino, pero era una criatura marina. ?Cómo iba a aprender lenguajes humanos si ninguna persona la atendió cuando estaba en el cascarón? Tampoco yo los sabría hablar si estuviera en su caso, pero eso no querría decir que no tuviera inteligencia.

 

—Pero seguro que has visto que no era una criatura racional —objetó Laurence—. Se ha comido a cuatro tripulantes y ha matado a otros seis: humanos, no focas, y era evidente que no se trataba de bestias irracionales. Si la serpiente tenía inteligencia, en ese caso era inhumana… incivilizada —se corrigió tras haber elegido mal las palabras—. Nadie ha sido capaz de domesticar nunca a una serpiente marina. Ni siquiera los chinos dicen lo contrario.

 

—O sea que, según tú, si una criatura no sirve a la gente y aprende sus hábitos es que no tiene inteligencia y por tanto se la puede matar —dijo Temerario, agitando la gorguera. Había levantado la cabeza, algo picado.

 

—No, en absoluto —repuso Laurence, esforzándose por imaginar cómo podía consolar a Temerario. Para él, la falta de conciencia que se percibía en los ojos de la criatura era palmaria—. Sólo estoy diciendo que si las serpientes de mar fueran inteligentes, también serían capaces de aprender a comunicarse, y nos habríamos enterado. Al fin y al cabo, algunos dragones prefieren no elegir ningún cuidador y se niegan a hablar con los humanos. No ocurre muy a menudo, pero ocurre, y nadie piensa por eso que los dragones no sean inteligentes —a?adió, pensando que había encontrado un ejemplo afortunado.

 

—Pero ?qué les pasa si lo hacen? —preguntó Temerario—. ?Qué me ocurriría a mí si me negara a obedecer? No me refiero a una orden concreta. ?Qué pasaría si no quisiera luchar en la Fuerza Aérea?

 

Hasta ahora habían discutido en términos generales. Aquella pregunta, que de repente era mucho más específica, desorientó a Laurence, y la conversación adquirió un rumbo más inquietante. Por suerte, con tan poco velamen desplegado había poco trabajo que hacer; los marineros estaban reunidos en el castillo de proa, concentrados en sus partidas de dados y jugándose sus raciones de grog. Los pocos aviadores que seguían de servicio estaban hablando en voz baja junto a la borda. Era poco probable que alguien oyera lo que decían, algo por lo que Laurence daba gracias, ya que otras personas podían malinterpretar a Temerario y pensar que era indisciplinado, o incluso, en cierta medida, desleal. Por su parte, estaba convencido de que no existía el menor riesgo de que Temerario decidiera abandonar la Fuerza Aérea y a todos sus amigos, así que intentó contestarle con serenidad:

 

—Los dragones salvajes se alojan en los campos de cría, donde están muy a gusto. Si tú quisieras, podrías vivir allí. Hay uno bastante grande en el norte de Gales, en la bahía de Cardigan, que por lo que tengo entendido es muy bonito.

 

—?Y si en vez de vivir allí quisiera ir a otro lugar?

 

—Pero entonces, ?cómo comerías? —le preguntó Laurence—. Los humanos cuidan los reba?os de los que se alimentan los dragones y son sus due?os.

 

—Si los hombres han encerrado en corrales a todos los animales y no dejan a ninguno en estado silvestre, no me parece razonable que se quejen si de vez en cuando me llevo uno —argumentó Temerario—. Pero, aun concediéndote eso, podría cazar o pescar. ?Qué pasaría si decidiera vivir cerca de Dover, volar a mi aire y comer pescado sin tocar los reba?os de nadie? ?Me dejarían hacer eso?

 

Laurence comprendió demasiado tarde que pisaba un terreno pantanoso y se arrepintió amargamente de haber dejado que la conversación tomara ese rumbo. Sabía de sobra que nunca permitirían algo así a Temerario. La gente se aterrorizaría ante la idea de un dragón suelto viviendo entre ellos, por muy pacífico que pudiera ser. Las objeciones a un plan como aquél eran numerosas y razonables; sin embargo, desde el punto de vista de Temerario esa negativa representaría un recorte injusto de sus libertades. A Laurence no se le ocurría cómo responderle sin avivar aún más su sentido de la injusticia.

 

Temerario se tomó su silencio como la respuesta que era y asintió: