Sin una palabra

?Podían tres tipos que debatían los méritos de un grupo de los setenta estar planeando llevarme a algún sitio para ejecutarme? ?No tendría que haber sido el ambiente en el coche un poco más sombrío? Por un momento me sentí esperanzado. Y entonces recordé la escena de Pulp Fiction en la que John Travolta y Samuel L. Jackson discuten sobre cómo llaman a la Big Mac en París momentos antes de ir a un apartamento a cometer un asesinato. Estos tipos ni siquiera tenían esa clase de estilo. De hecho, más de uno desprendía un inconfundible olor a transpiración corporal.

 

?Es así como acaba todo? ?En el asiento trasero de un cuatro por cuatro? En un momento te estás tomando un café y al siguiente estás mirando por el ca?ón de la pistola de un desconocido, preguntándote si las últimas palabras que vas a oír serán: They long to be… close to you.

 

Giramos un par de veces, atravesamos las vías de un tren y entonces el cuatro por cuatro pareció descender, aunque muy ligeramente, como si nos dirigiéramos a la orilla del estrecho.

 

Entonces el vehículo aminoró la marcha, giró bruscamente a la derecha, se subió a una acera y se detuvo. Miré por la ventanilla y prácticamente lo único que vi fue el cielo, pero también la pared lateral de una casa. Cuando el conductor apagó el motor, pude oír gaviotas.

 

—Muy bien —dijo el Calvito mirándome—. Quiero que te comportes. Vamos a salir fuera y subiremos unas escaleras hasta una casa, y si intentas salir corriendo, o gritar pidiendo ayuda, o cualquier otra gilipollez, voy a hacerte da?o. ?Lo entiendes?

 

—Sí —confirmé.

 

Rubito y el conductor ya estaban fuera. Calvito abrió su puerta y salió; yo me senté primero en el asiento de atrás y luego me deslicé hasta quedar de pie junto al coche.

 

El vehículo estaba aparcado en un camino entre dos casas de la playa. Tenía casi la certeza de que nos encontrábamos en East Broadway. Las casas allí están bastante juntas, y al mirar al sur entre ellas pude otear la playa y, más allá, el estrecho de Long Island. La visión de la isla de Charles confirmó nuestra situación.

 

Calvito me hizo una se?al para que subiera un tramo de escaleras que ascendían por el lado de una casa amarillo pálido hasta el segundo piso. La mayor parte de la planta baja estaba ocupada por un garaje. Rubito y el conductor iban en cabeza, luego yo y luego Calvito. Los escalones estaban llenos de arena de la playa, que crujía bajo nuestros pies al pisarla.

 

En lo alto de las escaleras el conductor abrió una puerta de rejilla metálica y el resto de nosotros entramos tras él. Nos encontramos en una gran habitación con puertas de cristal correderas orientadas hacia el agua, y una terraza suspendida sobre la playa. Había algunas sillas y un sofá, y una estantería repleta de novelas en rústica; y en la pared de enfrente de los ventanales, una mesa y una cocina.

 

Otro hombre fornido se encontraba de espaldas a mí, frente a la cocina, sujetando una sartén con una mano y una espátula con la otra.

 

—Aquí está —dijo Rubito.

 

El hombre asintió sin decir nada.

 

—Estaremos abajo, en el coche —a?adió Calvito, y le hizo una se?al a Rubito para que él y el conductor le siguieran.

 

Los tres salieron de la casa y pude oír sus botas alejándose por las escaleras.

 

Me quedé allí de pie, en el centro de la habitación. En una situación normal me hubiera dado la vuelta para apreciar la vista que se divisaba desde las cristaleras, quizás incluso habría andado hasta la terraza para aspirar el aire marino. Pero en lugar de eso, me quedé mirando la espalda del hombre.

 

—?Quieres unos huevos? —me preguntó.

 

—No, gracias —respondí.

 

—No es ningún problema —a?adió—. Fritos, revueltos, escaldados, lo que sea.

 

—No, pero gracias igualmente —insistí.

 

—Me suelo levantar un poco tarde, y a veces es casi la hora de comer cuando me preparo el desayuno —explicó.

 

Alargó la mano hacia un armario y cogió un plato, puso dentro unos huevos revueltos, a?adió algunas salchichas que debía de haber cocinado antes y que hasta ese momento permanecían sobre una servilleta de papel; luego abrió el cajón de los cubiertos y sacó un tenedor y lo que parecía ser un cuchillo para carne.

 

Se dio la vuelta y se acercó a la mesa, apartó un poco la silla y se sentó.

 

Tenía aproximadamente mi edad, aunque creo que puedo decir, objetivamente, que tenía peor aspecto que yo. Su rostro estaba picado, tenía una cicatriz de unos tres centímetros sobre su ojo derecho, y su cabello, que una vez había sido negro, ahora estaba profusamente salpicado de gris. Llevaba una camiseta negra metida por dentro de unos tejanos también negros, y pude ver la parte inferior de un tatuaje que tenía en la parte superior de su brazo derecho, aunque no lo suficiente como para distinguir qué era. Su estómago parecía a punto de reventar la camiseta, y suspiró por el esfuerzo de dejarse caer sobre la silla.

 

Hizo un gesto hacia la silla que había en el otro lado de la mesa. Yo me acerqué cautelosamente y me senté. Abrió un bote de ketchup y esperó a que cayera sobre el plato, junto a los huevos y las salchichas. Tenía una taza de café frente a él, y cuando alargó la mano para cogerla me ofreció.

 

—?Café?

 

—No —respondí, y a?adí—: Acabo de tomar uno en la cafetería de donuts.

 

—?La que está junto a mi negocio? —preguntó.

 

—Sí.

 

—No es muy bueno.

 

—No, la verdad es que no. Me he dejado la mitad —coincidí.

 

—?Te conozco? —me preguntó, metiéndose algunos huevos en la boca.