Sin una palabra

—No lo sé. Vuelva por la tarde; quizás entonces esté aquí.

 

Una parte de mí quería pedirle ayuda a Wedmore, pero tenía miedo de hacer que Cynthia pareciera más culpable de lo que me temía que Wedmore la consideraba ya.

 

La lengua de ésta volvía a moverse dentro de su boca, pero hizo una pausa para preguntar: —?También se ha llevado a Grace?

 

Por un momento no supe qué decir.

 

—La verdad es que tengo cosas que hacer —conseguí articular al fin.

 

—Parece preocupado, se?or Archer. ?Y sabe qué? Debería estarlo. Su mujer ha soportado un montón de presión. Quiero que se ponga en contacto conmigo en cuanto ella aparezca.

 

—No sé qué es lo que cree usted que ha hecho —dije—, pero mi mujer es la víctima en todo esto. Es a ella a quien le robaron la familia. Primero a sus padres y su hermano, y ahora a su tía.

 

Wedmore me dio un golpecito en el pecho con el dedo índice.

 

—Llámeme.

 

Y me dio otra de sus tarjetas de visita antes de dirigirse de nuevo al coche.

 

Unos segundos después yo me encontraba en el mío, conduciendo hacia el este por la avenida Bridgeport, en dirección al barrio de Devon, en Milford. El bar Mike's se encontraba en un edificio de ladrillo cerca de una tienda de la cadena 7-Eleven; el rótulo de neón con las cinco letras colgaba verticalmente desde el segundo piso hasta la entrada. Las ventanas delanteras estaban decoradas con anuncios de Schiltz, Coors y Budweiser.

 

Aparqué en la esquina y desanduve el camino hasta llegar allí; no estaba seguro de que Mike's estuviera abierto al público por la ma?ana, pero una vez dentro me di cuenta de que para muchos nunca es demasiado pronto para beber.

 

Había una docena de parroquianos en el local tenuemente iluminado; dos de ellos se apoyaban en sendos taburetes en una esquina de la barra mientras charlaban, y el resto estaba disperso por las mesas. Me aproximé a la barra y me incliné sobre ella hasta llamar la atención del hombre bajo, fornido y con chaleco que había tras ella.

 

—?Puedo ayudarle? —preguntó con una jarra mojada de cerveza en una mano y un trapo de toalla en la otra.

 

Mientras esperaba mi respuesta metió el trapo en la jarra y la frotó dando vueltas para secarla.

 

—Hola —dije—. Estoy buscando a un tipo. Creo que viene a menudo.

 

—Aquí viene mucha gente —replicó—. ?Tiene nombre?

 

—Vince Fleming.

 

El camarero tenía cara de póquer. No se inmutó, arqueó una ceja pero no dijo nada.

 

—Fleming, Fleming… —repitió—. No estoy seguro.

 

—Tiene un taller de chapa por esta zona —aclaré—. Creo que es el tipo de hombre al que, si hubiera entrado aquí, recordaría.

 

Me di cuenta de que los dos tíos de la barra ya no estaban hablando.

 

—?Qué clase de negocios se trae entre manos con él? —preguntó el camarero.

 

Esbocé una sonrisa, en un intento por ser educado.

 

—Es más bien una cuestión de carácter personal —expliqué—. Pero le estaría muy agradecido si pudiera indicarme dónde puedo encontrarle. Espere un momento. —Saqué mi cartera del bolsillo trasero de los vaqueros con algún apuro. Fue un gesto torpe y patoso, que hacía que a mi lado Colombo pareciera elegante. Dejé un billete de diez dólares en el mostrador—. Es un poco pronto para una cerveza, pero me gustaría pagarle por las molestias.

 

Uno de los tíos de la barra había desaparecido, quizá para ir al ba?o.

 

—Puede guardarse el dinero —dijo el camarero—. Si quiere dejar su nombre, la próxima vez que él venga se lo puedo dar.

 

—Si pudiera decirme dónde trabaja… Mire, no quiero causarle ningún problema, sólo quiero averiguar si alguien a quien estoy buscando se ha puesto en contacto con él.

 

El barman sopesó sus opciones y debió de pensar que el taller de Fleming era un lugar bastante conocido, así que finalmente dijo: —Garaje Dirksen. ?Sabe dónde está?

 

Yo negué con la cabeza.

 

—Al otro lado del puente, en dirección a Stratford —dijo, y me dibujó un mapa en una servilleta.

 

Salí fuera y me tomé un segundo para que mis ojos se acostumbraran a la luz antes de volver a meterme en el coche. El garaje Dirksen se encontraba sólo a unos tres kilómetros, y cinco minutos después ya estaba allí. Durante todo el camino no dejé de mirar el retrovisor por si Rona Wedmore me había seguido, pero no localicé ningún coche que pareciera el de un policía de paisano.