Sin una palabra

El garaje Dirksen era un edificio de hormigón de un solo piso con un patio delantero de cemento y una grúa negra enfrente. Aparqué, pasé junto a un Escarabajo con la parte delantera aplastada y un Ford Explorer con las dos puertas del lado del conductor hundidas, y entré en el taller.

 

Me encontré en una oficina peque?a y con unas ventanas que daban a una zona de aparcamiento, donde se veía media docena de coches en diversos estados de reparación. Algunos eran de color marrón por la imprimación, otros tenían los cristales y accesorios protegidos con papel para poder pintarlos y había un par a los que habían quitado el guardabarros. Un intenso olor químico me penetró por los orificios de la nariz y fue directo hasta el cerebro.

 

La joven que estaba sentada al escritorio frente a mí me preguntó qué quería.

 

—He venido a ver a Vince.

 

—No está —me informó.

 

—Es importante —insistí—. Me llamo Terry Archer.

 

—?Para qué quería verle?

 

Podría haberle dicho que era para preguntarle sobre mi mujer, pero eso habría disparado todas las alarmas. Cuando un tipo busca a otro para preguntarle sobre su mujer, se hace difícil pensar que pueda salir algo bueno de ello.

 

Así que dije:

 

—Necesito hablar con él.

 

?Y de qué, exactamente, iba a hablar con él? Ni siquiera me lo había planteado. Podía empezar preguntando: ??Has visto a mi mujer? ?La recuerdas? La conoces como Cynthia Bigge. Tuviste una cita con ella la noche que desapareció su familia?.

 

Y una vez roto el hielo, podía intentarlo con algo del tipo: ?Y ya que hablamos de eso, ?no tendrás algo que ver con lo que sucedió? ?Por casualidad fuiste tú quien metió a su madre y a su hermano en un coche y los lanzaste por un precipicio al fondo de una cantera abandonada??.

 

Habría sido mejor que tuviera un plan. Pero lo único que me guiaba en ese momento era la certeza de que mi mujer me había abandonado, y aquélla era mi primera parada en el camino de su búsqueda.

 

—Como le he dicho, el se?or Fleming no está en este momento —repitió la chica—. Pero puede dejarle usted un mensaje si quiere.

 

—Mi nombre —dije de nuevo— es Terry Archer. —Le di el número de casa y el de mi móvil—. Es muy importante que hable con él.

 

—Sí, bueno, para usted y para muchos otros —dijo.

 

Así que me marché del garaje Dirksen, me quedé parado bajo el sol y me dije a mí mismo: ??Y ahora qué, gilipollas??.

 

Lo único que sabía con seguridad era que necesitaba un café. Quizá si me tomaba uno se me ocurriría algún plan inteligente.

 

Había una cafetería de donuts a media manzana, así que me dirigí hacia allí. Pedí uno con crema y azúcar y me senté a una mesa llena de envoltorios de donuts. Los aparté con cuidado de no mancharme con azúcar glasé o restos de donuts, y saqué el móvil.

 

Traté de nuevo de contactar con Cynthia, pero me volvió a salir el buzón de voz.

 

—Cari?o, llámame. Por favor.

 

Me estaba guardando el teléfono en la chaqueta cuando empezó a sonar.

 

—?Diga? ?Cyn?

 

—?Se?or Archer?

 

—Sí.

 

—Soy la doctora Kinzler.

 

—Oh, es usted. Creí que era Cynthia. De todos modos, gracias por devolverme la llamada.

 

—Su mensaje decía que su mujer ha desaparecido.

 

—Se ha marchado en plena noche —le expliqué—. Con Grace. —La doctora Kinzler no dijo nada, y yo creí que se había cortado la comunicación—. ?Hola?

 

—Estoy aquí. No se ha puesto en contacto conmigo. Creo que debería encontrarla, se?or Archer.

 

—Sí, muchas gracias. Eso me resulta de gran ayuda. Es más o menos lo que estoy intentando justo ahora.

 

—Sólo estoy diciendo que su mujer ha sufrido mucho estrés últimamente. Una tensión tremenda. No estoy segura de que esté completamente… equilibrada. No creo que sea una buena compa?ía para su hija en este momento.

 

—?Qué intenta decirme?

 

—No intento decirle nada. Sólo creo que sería bueno que la encontrara cuanto antes mejor. Y si se pone en contacto conmigo, le recomendaré que vuelva a casa.

 

—No creo que allí se sienta segura.

 

—Entonces tiene que convertir su hogar en un lugar seguro —dijo la doctora Kinzler—. Tengo otra llamada.

 

Y me colgó. ?Tan útil como siempre?, pensé.

 

Ya me había tomado la mitad del café cuando me di cuenta de que estaba tan amargo que de hecho era imbebible, así que me dejé el resto y salí de la cafetería.

 

Un cuatro por cuatro rojo se subió a la acera dando tumbos y se detuvo enfrente de mí de forma abrupta. Las puertas delantera y trasera del lado del pasajero se abrieron y del interior saltaron dos hombres barrigudos de aspecto desali?ado, con vaqueros manchados de aceite, cazadoras tejanas y camisetas sucias. Uno era calvo y el otro tenía el pelo rubio y sucio.

 

—Entra —dijo Calvito.

 

—?Perdón? —me sorprendí.

 

—Ya le has oído —dijo Rubito—. Métete en el jodido coche.

 

—Me parece que no —respondí dando un paso hacia atrás, hacia la cafetería.

 

Ambos se abalanzaron sobre mí y me cogieron cada uno de un brazo.