Poco después Cynthia y yo emprendíamos el camino. Era un viaje de más de dos horas hacia el norte. Antes de que la policía se llevara la carta anónima en una bolsa de pruebas de plástico, copiamos el mapa en un papel para no perdernos. Una vez nos hubiéramos puesto en marcha, no queríamos parar ni siquiera a tomar un café. Queríamos llegar cuanto antes.
Podíamos haber pasado todo el camino hablando, especulando sobre lo que habrían encontrado los submarinistas, lo que eso podía significar, pero de hecho apenas dijimos palabra. Sin embargo, nuestras mentes no dejaban de dar vueltas al asunto. Lo que pensaba Cynthia sólo puedo suponerlo, pero mis pensamientos eran monotemáticos. ?Qué encontrarían en la presa? Y si de verdad había algún cuerpo ahí abajo, ?serían los de la familia de Cynthia? ?Habría alguna pista que indicara quién los había dejado allí?
?Y andaría esa persona, o personas, todavía suelta por ahí?
Giramos hacia el este una vez pasado Otis, que en realidad no es un pueblo sino unas cuantas casas y negocios distribuidos a lo largo de la serpenteante carretera de doble dirección que finalmente se dirige hacia Lee y la autopista de Massachusetts. Nos dirigíamos a la carretera de la cantera de Fell, que se suponía que subía hacia el norte, pero no tuvimos que buscarla demasiado. Había dos coches con agentes del estado de Massachusetts se?alando el camino.
Bajé la ventanilla y le expliqué a un oficial quiénes éramos; él se acercó a su coche y habló con alguien por la radio, luego regresó y dijo que la detective Wedmore ya se encontraba en el lugar y nos estaba esperando. Se?aló la carretera y nos dijo que un kilómetro más allá había un camino cubierto de hierba que se desviaba hacia la izquierda y hacia arriba, y que nos encontraríamos con ella allí.
Condujimos lentamente. No era una carretera muy buena, básicamente había gravilla y polvo, y cuando llegamos al camino se estrechó aún más. Al cogerlo noté cómo la alta hierba rozaba la parte inferior del coche. Ahora subíamos por la colina, y había robustos árboles a ambos lados; al cabo de unos trescientos metros la inclinación desapareció y los árboles dieron paso a una zona abierta que casi nos deja sin respiración.
Estábamos viendo lo que parecía ser un vasto ca?ón. A unos cien metros de donde estábamos el suelo descendía abruptamente. Si allí abajo había un lago, no lo podíamos ver sentados desde el coche.
Ya había otros dos vehículos allí: uno de la policía estatal de Massachusetts y un sedán particular que reconocí como el de Wedmore. Ella estaba apoyada en el guardabarros, hablando con el agente del otro coche.
Cuando nos vio, se acercó a nosotros.
—No se acerquen —me indicó a través de la ventana abierta—. Hay un precipicio de mil demonios.
Salimos del coche poco a poco, casi como si el suelo estuviera a punto de desplomarse. Pero parecía bastante sólido.
—Por aquí —se?aló Wedmore—. ?Alguno de los dos tiene problemas con las alturas?
—Un poco —respondí.
Hablaba más por Cynthia que por mí, pero ella dijo que estaba bien.
Nos acercamos al borde; ahora podíamos ver el agua. Había un minilago, de unas cuatro o cinco hectáreas, al fondo del precipicio. A?os atrás, la zona había sido explotada para extraer grava y rocas, y luego, una vez la compa?ía dejó de trabajar allí, habían dejado que el hueco se llenara de agua de lluvia y de los manantiales. En un día nublado como aquél, era difícil decir cuál era el color habitual del agua. Aquel día aparecía gris y mortecino.
—El mapa y la carta indican que si vamos a encontrar algo —dijo Wedmore—, será ahí abajo.
Se?aló hacia el precipicio sobre el que nos encontrábamos. Sentí una peque?a oleada de vértigo.
Allí abajo, en medio de la masa de agua, había una barca hinchable amarilla, de unos cuatro metros y medio, con un motor fueraborda. En el bote había tres hombres, dos con traje de neopreno negro, máscaras de submarinismo y botellas de aire en la espalda.
—Han tenido que venir por otro camino —explicó Wedmore. Se?aló el lugar más alejado de la cantera—. Hay otra carretera que viene del norte y llega al borde del agua, de modo que han podido entrar con el bote desde allí. Nos están esperando. —En ese momento Wedmore saludó a los hombres del bote (no un saludo amistoso, más bien una se?al) y éstos se lo devolvieron—. Empezarán a buscar debajo del punto donde están.
Cynthia asintió.
—?Qué es lo que buscarán? —preguntó.
Wedmore la miró como si le dijera ??perdone??, pero fue lo bastante sensible para darse cuenta que trataba con una mujer que había tenido que soportar mucho.
—Yo diría que un coche. Si está ahí, lo encontrarán.
El lago era demasiado peque?o para que el aire lo agitara y creara olas, pero los hombres del bote lanzaron igualmente una peque?a ancla para evitar que se moviera del sitio. Los dos hombres con el traje de neopreno se lanzaron de espaldas al agua y en un momento desaparecieron de la vista; las burbujas que subían a la superficie eran la única prueba de que seguían ahí.
En lo alto del acantilado soplaba una brisa fría. Me acerqué a Cynthia y la rodeé con mi brazo. Para mi sorpresa, y alivio, no me apartó.
—?Cuánto pueden tardar? —pregunté.