Sin una palabra

—Ni siquiera tuve que decidirlo —me dijo Tess en una ocasión—. Era la hija de mi hermana, y mi hermana acababa de desaparecer, junto con mi cu?ado y mi sobrino. ?Qué demonios iba a hacer?

 

Tess era algo cascarrabias, brusca pero agradable; sin embargo, no era algo que hubiera desarrollado para protegerse. Bajo la superficie era un trozo de pan. Y no es que con los a?os no se hubiese ganado el derecho a ser un poco irascible. Su propio marido la había abandonado, antes de que Cynthia fuera a vivir con ella, por una camarera de Stamford, y según decía Tess, se habían largado a algún lugar del oeste y nunca volvió a saber de ellos, gracias a Dios. Tess, que había dejado su trabajo en la fábrica de radios hacía unos a?os, encontró empleo como administrativa en la oficina del condado, en el departamento de obras públicas, y ganaba lo justo para mantenerse y pagar las facturas. No quedaba mucho para criar a una adolescente, pero supo salir adelante. Tess nunca había tenido hijos, y después de que el indeseable de su marido se largara, era bonito tener a alguien con quien compartir la casa, incluso aunque las circunstancias que habían llevado a Cynthia allí estuvieran envueltas en el misterio, y fueran sin duda trágicas.

 

Tess tenía ahora cerca de setenta a?os, estaba jubilada y vivía de la seguridad social y de su pensión del condado. Cuidaba del jardín y moldeaba arcilla, y de vez en cuando se iba de excursión en autocar, como cuando el oto?o anterior había ido a Vermont y a New Hampshire para ver cómo las hojas cambiaban de color —??Dios, un autobús lleno de viejos!; creía que acabaría suicidándome?—, pero no tenía mucha vida social. No era muy extrovertida y no se sentía inclinada a acudir a las reuniones de la asociación de jubilados. Pero estaba al día de lo que pasaba en el mundo, mantenía sus suscripciones al Harper's y The New Yorker y The Atlantic Monthly, y no se mordía la lengua a la hora de dar sus opiniones políticas, que se situaban en el centro-izquierda. ?Este presidente —me dijo un día por teléfono— hace que un cabeza de chorlito parezca un premio Nobel?.

 

El hecho de haber pasado la mayor parte de su adolescencia con Tess había ayudado asimismo a modelar la actitud y los puntos de vista de Cynthia, y sin duda había contribuido a su decisión de labrarse, en los primeros a?os de nuestro matrimonio, una carrera en el ámbito del trabajo social.

 

Y a Tess le encantaba vernos. Sobre todo a Grace.

 

—He estado mirando unas cajas de libros viejos que hay en el sótano —dijo Tess, dejándose caer en su sillón favorito tras terminar con los abrazos y saludos—. Y mira lo que he encontrado.

 

Se incorporó en el sillón, apartó un ejemplar del New Yorker que había estado ocultando algo, y alargó a Grace un libro grande de tapa dura: Cosmos, de Carl Sagan. Los ojos de Grace se abrieron como platos al ver el calidoscopio de estrellas de la cubierta.

 

—Es bastante viejo —explicó Tess, como disculpándose—. Tiene casi treinta a?os, y el tipo que lo escribió ya está muerto, y hay cosas mucho mejores en internet, pero quizá puedas encontrar algo que te interese.

 

—?Gracias! —exclamó Grace, y cogió el libro, que casi se le cae de las manos; no esperaba que pesara tanto—. ?Sale algo de los meteoritos?

 

—Probablemente —respondió Tess.

 

Grace se fue corriendo hacia el sótano, donde yo sabía que se acurrucaría en el sofá y quizá se envolvería con una manta mientras pasaba las hojas del libro.

 

—Eso ha sido muy bonito —dijo Cynthia inclinándose y dando a Tess el que probablemente era el cuarto beso desde que habíamos llegado.

 

—No tenía sentido tirar el maldito libro —respondió Tess—. Podría haberlo donado a la biblioteca pero ?crees que quieren libros de hace treinta a?os? ?Qué tal estás, cari?o? —le preguntó a Cynthia—. Pareces cansada.

 

—Oh, estoy bien —dijo ésta—. ?Y tú? También pareces agotada.

 

—Oh, me encuentro bien, supongo —replicó Tess, mirándonos por encima de sus gafas de leer.

 

Alcé una bolsa llena, con asa de cordel.

 

—Hemos traído algunas cosas.

 

—Oh, no hacía falta… —exclamó Tess.

 

Llamamos a Grace para que pudiera ver cómo Tess recibía unos nuevos guantes para el jardín, una bufanda de seda roja y verde, y un paquete de galletas de lujo. Tess fue soltando oes y aes cada vez que sacábamos una cosa de la bolsa.

 

—Las galletas son de mi parte —anunció Grace—. ?Tía Tess?

 

—?Sí, cari?o?

 

—?Por qué tienes tanto papel higiénico?

 

—?Grace! —la reprendió Cynthia.

 

—Eso —le indiqué a Grace— es un peso falso.

 

Tess hizo un gesto con la mano para quitarle importancia, dando a entender que hacía falta mucho más que eso para avergonzarla. Como mucha gente mayor, Tess tendía a acumular algunos productos básicos. Las cajas de almacenaje de su sótano estaban llenas de papel de dos capas.

 

—Cuando está de oferta —explicó Tess— compro de más.

 

Mientras Grace volvía de nuevo al sótano, Tess bromeó:

 

—Cuando llegue el Apocalipsis, yo seré la única que se podrá limpiar el culo.