Sin una palabra

La cortina se abrió y salió una mujer peque?a y fornida de alrededor de cincuenta a?os, que le tendió a Cynthia unas prendas. Si me hubieran preguntado, habría dicho que era bibliotecaria.

 

—Hoy no encuentro nada —dijo educadamente, y pasó junto a Pamela y a mí al dirigirse fuera.

 

—?Estás segura? —pregunté extra?ado.

 

—Una cleptómana —respondió ella.

 

Cynthia se acercó y me besó en la mejilla.

 

—?Una ronda de cafés? —comentó—. ?Qué celebramos?

 

—Tenía una hora libre —dije—. Figuradamente, ya sabes.

 

Pamela se excusó y se dirigió a la parte de atrás de la tienda, llevándose su café.

 

—?Por lo de esta ma?ana? —preguntó Cynthia.

 

—Parecías bastante afectada después de la llamada. Quería saber cómo estabas.

 

—Estoy bien —dijo ella sin mucha convicción, y tomó un sorbo de café.

 

—No sabía que Pam había intentado convencerte para que no hicieras lo de Deadline.

 

—Tú también te opusiste, al principio.

 

—Sí, pero nunca me dijiste que ella también estaba en contra.

 

—Ya sabes que Pam nunca ha sido de las que se callan su opinión. También piensa que a ti te sobran tres kilos.

 

Me acababa de dejar planchado.

 

—Y ?qué me dices de esa mujer? La que se probaba ropa. ?Es una ladrona?

 

—A veces crees que puedes atrapar a los malos, pero no siempre es así —sentenció Cynthia tomando otro sorbo.

 

Aquel día nos tocaba ir a ver a la doctora Naomi Kinzler después del trabajo. Cynthia se organizó para dejar a Grace en casa de una amiga después del colegio, y luego nos dirigimos hacia allí. Hacía cuatro meses que veíamos a la doctora Kinzler cada dos semanas, después de que nuestro médico de cabecera nos remitiera a ella. Había intentado, sin éxito, ayudar a Cynthia a manejar su ansiedad, y creyó que sería mejor para ella —para los dos, de hecho— hablar con alguien que ver cómo se volvía dependiente de las recetas.

 

En un principio yo me había mostrado escéptico ante la idea de que una psiquiatra pudiera conseguir gran cosa, y después de unas diez sesiones, no estaba mucho más convencido. La doctora Kinzler tenía un despacho en un edificio de consultas médicas al final de Bridgeport por el este, con vistas sobre la autopista cuando no tenía las cortinas corridas, como estaban hoy. Supongo que me había sorprendido mirando por la ventana durante las sesiones previas, con la mente a la deriva como si contara camiones.

 

A veces la doctora Kinzler nos visitaba juntos; otras, uno de los dos se iba fuera para que ella pudiera hablar con el otro.

 

Yo no había ido nunca al psiquiatra. Todo lo que sabía de ellos lo había sacado de ver cómo la doctora Melfi de Los Soprano ayudaba a Tony a superar sus problemas. No tenía claro si los nuestros eran más o menos serios que los suyos. La gente también desaparecía sin parar alrededor de Tony, pero a menudo era él mismo quien los hacía desaparecer. Tenía la ventaja de saber qué les había ocurrido a esas personas. Naomi Kinzler no era exactamente como la doctora Melfi. Era baja y regordeta, con el pelo cano recogido en un mo?o tirante. Rondaba los setenta, suponía, y llevaba trabajando el tiempo suficiente para haber encontrado el modo de hacer que el dolor de todo el mundo se metiera bajo su piel y se quedara allí.

 

—Bien, ?qué novedades hay desde nuestra última sesión? —preguntó.

 

Yo no sabía si Cynthia iba a mencionar la estúpida llamada de aquella ma?ana. Supongo que de alguna manera yo no quería hablar de ese tema, no creía que fuera tan importante, pensaba que lo habíamos suavizado con mi visita a la tienda; así que antes de que Cynthia pudiese decir nada, comenté: —Las cosas van bien. últimamente las cosas han ido bastante bien.

 

—?Cómo está Grace?

 

—Grace está bien —respondí—. Esta ma?ana la he llevado a la escuela. Hemos estado charlando.

 

—?Sobre qué? —inquirió Cynthia.

 

—Sólo ha sido una charla; hemos hablado.

 

—?Todavía escruta el cielo nocturno? —preguntó la doctora Kinzler—. ?En busca de meteoritos?

 

Le quité importancia al tema con un ademán.

 

—Es una tontería.

 

—?Eso cree? —replicó.

 

—Oh, sí —dije—. Sólo está interesada en el sistema solar, en el universo, en otros planetas.

 

—Pero fue usted quien le compró el telescopio.

 

—Claro.

 

—Porque ella tenía miedo de que un meteorito destruyera la Tierra —me recordó la doctora Kinzler.

 

—Le ha ayudado a controlar sus miedos, y además lo usa para observar las estrellas y los planetas —dije—. Y a los vecinos, por lo que sé —sonreí.

 

—?Y cómo está su nivel de ansiedad en general? ?Dirían que todavía es alto o está disminuyendo?

 

—Disminuyendo —dije yo.

 

—Todavía alto —dijo Cynthia al mismo tiempo.

 

Las cejas de la doctora Kinzler se elevaron unos milímetros. Odiaba que hiciera eso.

 

—Creo que todavía está ansiosa —insistió Cynthia mirándome—. A veces puede ser muy frágil.

 

La doctora Kinzler asintió pensativa.

 

—?Por qué cree que puede ser? —preguntó mirándola a ella.

 

Cynthia no era tonta. Sabía lo que quería decir la doctora Kinzler. Ya había pasado por eso antes.