Sin una palabra

—La ambulancia llegará en cualquier momento —le dije—. ?Aguantarás?

 

Vince era un hombre grande y fuerte, y pensé que tenía más oportunidades de sobrevivir que cualquier otro.

 

—Ve a salvar a tu mujer y a tu hija —me pidió—. Y si encuentras a la zorra de la silla de ruedas, empújala a la carretera. —Hizo una pausa—. Y mi pistola en la ranchera. Debería haberla llevado encima. ?Estúpido!

 

Le toqué la frente.

 

—Vas a lograrlo.

 

—Vete —susurró.

 

—El Honda del camino de entrada —le dije a Clayton—. ?Funciona?

 

—Claro —dijo Clayton—. Es mi coche. No lo he conducido mucho desde que me puse enfermo.

 

—No estoy muy seguro de que debamos coger la ranchera de Vince —expliqué—. Seguramente los polis ya deben de estar buscándola. Me vieron al marcharme del hospital, así que la policía tiene la descripción y el número de matrícula.

 

él asintió y se?aló un peque?o plato decorativo que había sobre un aparador cerca de la puerta de entrada.

 

—Debería haber un juego de llaves ahí.

 

—Dame un segundo —pedí.

 

Me dirigí a toda prisa hacia la parte de atrás de la casa y abrí la ranchera. Había varios compartimientos de almacenaje en la cabina. En las puertas, entre los asientos, además de la guantera. Empecé a hurgar en todos ellos. En la parte de abajo del salpicadero, bajo un montón de mapas, encontré la pistola.

 

Yo no sabía mucho de armas, y por supuesto no me sentía muy seguro llevando una por dentro de los pantalones. Ya había tenido suficientes problemas sin necesidad de a?adir una herida autoinfligida a la lista. Usé la llave de Clayton para abrir el Honda, me senté en el asiento del conductor y metí el arma en la guantera. Puse el coche en marcha y lo conduje por el césped hasta dejarlo lo más cerca posible de la puerta.

 

Clayton salió de la casa y avanzó con pasos vacilantes hacia mí. Yo salí del coche, lo rodeé, abrí la puerta del pasajero y le ayudé a subir. Después agarré el cinturón de seguridad, lo pasé por encima de su pecho y lo abroché.

 

—Muy bien —dije al sentarme en el asiento del conductor—. Vámonos.

 

Atravesé el jardín hasta llegar a la calle y giré hacia Maine, en dirección norte.

 

—Justo a tiempo —dijo Clayton.

 

Una ambulancia, seguida de cerca por dos coches patrulla con las luces encendidas pero las sirenas apagadas, se dirigían hacia el sur. Una vez pasado el bar donde nos habíamos detenido antes, giramos hacia el este para volver a la autopista Robert Moses.

 

Una vez en la autopista tuve la tentación de acelerar, pero aún me preocupaba que la policía nos detuviera. Opté por una velocidad cómoda, por encima del límite pero no lo suficientemente rápida para llamar la atención.

 

Esperé hasta haber dejado atrás Buffalo, cuando nos dirigimos directos hacia el este, a Albany. No es que para entonces estuviera completamente relajado, pero una vez hubimos puesto distancia entre nosotros y Youngstown, disminuyó la sensación de que nos iban a coger por lo que había pasado en el hospital o lo que la policía había encontrado en casa de los Sloan.

 

Fue entonces cuando me volví hacia Clayton, que había permanecido sentado en silencio con la cabeza apoyada en el reposacabezas.

 

—Ahora quiero que me lo cuentes —le dije—. Todo.

 

—Muy bien —accedió, y se aclaró la garganta.

 

 

 

 

 

Capítulo 44

 

 

El matrimonio se basó en una mentira.

 

El primer matrimonio, explicó Clayton. Bueno, y el segundo también. No tardaría en llegar a eso. Nos quedaba un largo camino hasta Connecticut, tiempo suficiente para contarlo todo.

 

Pero primero me habló de su matrimonio con Enid, una chica a la que había conocido en el instituto en Tonawanda, un barrio de Buffalo. Luego fue a la Universidad de Canisius, fundada por los jesuítas, donde estudió económicas y algo de filosofía y religión. No estaba muy lejos de casa, así que podía haber continuado viviendo allí e ir y volver cada día, pero encontró una habitación barata en el campus y se dijo que aunque no se fuera a una universidad muy lejana, al menos debía abandonar el hogar paterno.

 

Cuando terminó sus estudios, Enid le esperaba en su antiguo barrio. Empezaron a salir y él se dio cuenta de que era una chica con una voluntad de hierro, acostumbrada a conseguir lo que quería de los que la rodeaban. Utilizaba todas sus cualidades en su propio provecho. Era atractiva, tenía un cuerpo espectacular y un intenso apetito sexual, al menos al principio de su noviazgo.

 

Un día, con los ojos llenos de lágrimas, ella le explica que tiene un retraso.

 

—Oh, no —dice Clayton Sloan.

 

Primero piensa en sus padres, en lo avergonzados que se sentirán de él. Les preocupan tanto las apariencias, y de repente les cae algo así: su hijo deja embarazada a una chica. Estaba claro que su madre querría mudarse para no tener que escuchar los comentarios de los vecinos.