?Rose se agachó y me dijo: “Nos hemos detenido porque es muy importante que entiendas que el lugar donde se encuentra la verdadera estatua de la Libertad es un sitio donde la gente puede ser libre” —dice Alain, con ojos so?adores—. No comprendí lo que me quería decir. Me miró a los ojos y me dijo: “En Estados Unidos, la religión no define a las personas. Solo es una parte de ti y no juzgan a nadie por eso. Algún día iré allí, Alain, y te llevaré conmigo.”
?Aquello ocurrió antes de que empezaran las peores restricciones contra los judíos. Rose estaba muy enterada y por eso creo que ya sabía que estaban persiguiendo a los judíos en otros países. Vio venir el problema, aunque nuestros padres no. Yo, por mi parte, con nueve a?os, no entendía qué tenía que ver la religión con nada.
?Sin darme tiempo a preguntárselo, el muchacho se acercó a nosotros. Nos había estado observando todo el rato y, cuando Rose se enderezó para hablar con él, me di cuenta de que se había sonrojado. Le pregunté: “Rose, ?por qué te has puesto colorada? ?Te sientes mal?” —Ríe al recordarlo y mueve la cabeza de un lado a otro—. Con eso solo conseguí que se ruborizara aún más. Sin embargo, él también tenía las mejillas rojas. Se quedó mirando a Rose un buen rato y después se agachó hasta que sus ojos quedaron a la altura de los míos y me dijo: “Su amiga tiene razón, monsieur. En Estados Unidos la gente puede ser libre. Yo también iré allí algún día.” Hice una mueca y le dije: “?No es mi amiga! ?Es mi hermana!”
?Los dos se rieron mucho con eso —continúa Alain, sonriendo apenas— y después se pusieron a hablar, como si yo ya no estuviera presente. Nunca había visto así a mi hermana: lo miraba a los ojos como si quisiera perderse en ellos. Por fin, el muchacho se volvió nuevamente hacia mí y me dijo: “Jovencito, me llamo Jacob Levy. ?Y usted?” Le dije que me llamaba Alain Picard y que mi hermana se llamaba Rose Picard y él la miró otra vez y murmuró: “Me parece el nombre más hermoso que he oído en mi vida”.
?Estuvieron charlando mucho rato, Rose y Jacob, hasta que empezó a oscurecer —dice Alain—. Yo no les hacía demasiado caso, porque su cháchara me aburría. Con nueve a?os, me gustaba hablar de historietas y de monstruos, pero ellos conversaban de política, de libertad, de religión y de Estados Unidos. Finalmente tiré otra vez de la mano de Rose y le dije: “Tenemos que irnos. ?Está oscureciendo y maman y papa se van a enfadar!”
?Rose asintió, como si saliera de un sue?o —continúa Alain—, y le dijo a Jacob que teníamos que marcharnos. Empezamos a alejarnos deprisa hacia el lado oeste del parque, pero él nos gritó: “Ma?ana es mi cumplea?os, ?saben? ?Cumplo dieciséis a?os!” Rose se volvió y le preguntó: “?El día de Navidad?” él dijo que sí y ella hizo una pausa y después le prometió: “Entonces vendré a verlo aquí ma?ana, junto a la estatua, para festejarlo”. Y nos fuimos juntos, a toda prisa, conscientes de que se hacía de noche rápidamente y que tendríamos problemas si no estábamos en casa.
?Al día siguiente, ella fue sola al parque y regresó con los ojos llenos de estrellas —concluye Alain— y a partir de entonces fueron inseparables. Fue amor a primera vista.
Me reclino en el asiento.
—Qué historia más bonita —digo.
—Todo lo que tiene que ver con Rose y Jacob es una historia de lo más bonita —dice Alain—. Hasta el final. Sin embargo, es posible que la historia no haya acabado.
Me quedo mirando a lo lejos.
—Si es que él aún anda por ahí.
—Si es que anda por ahí —repite Alain.
Suspiro y cierro los ojos.
—Conque el día de Navidad —digo—. Nació el día de Navidad de 1924, supongo, si cumplió dieciséis en 1940, ?no?
—Correcto —coincide Alain.
—El día de Navidad de 1924 —murmuro—. Antes de Hitler, antes de la guerra, antes de que muriera tanta gente sin motivo.
—?Quién podía saber —dice Alain en voz baja— lo que iba a pasar?
Aquella noche, como Annie está en casa de su padre, Alain y yo nos quedamos bebiendo té en la cocina y, cuando él se va a la cama arrastrando los pies, me quedo sentada a la mesa un buen rato, observando el segundero del reloj de pared que da vueltas y vueltas y más vueltas. Reflexiono sobre cómo pasa el tiempo sin que nadie pueda detenerlo y eso me hace sentir impotente, insignificante. Pienso en la cantidad aparentemente infinita de segundos transcurridos desde que mi abuela perdió a Jacob.
Son casi las once cuando cojo el teléfono para llamar a Gavin y, aunque sé que la hora no es apropiada, de pronto me asalta la sensación de que, si no le digo la fecha de nacimiento de Jacob ahora mismo, en este preciso instante, podría ser demasiado tarde. Sé que es absurdo, desde luego. Han pasado setenta a?os sin que ocurriera nada, pero ver a Mamie en el hospital, yéndose cada día un poco más, me hace tomar conciencia del avance implacable del segundero.
Gavin responde al tercer timbrazo.
—?Te he despertado? —le pregunto.
—No, acabo de terminar de ver una película —dice Gavin.
De pronto me siento ridícula.
—Vaya, si estás acompa?ado, puedo llamar…
Echa a reír.
—Estoy solo, sentado en el sofá, a menos que cuentes como compa?ía el mando a distancia.
No estoy preparada para la sensación de alivio que me inunda. Carraspeo, pero vuelve a hablar él primero.