La lista de los nombres olvidados

—Nunca le dijiste que estabas embarazada —dijo en voz baja—. Tal vez no sentiría lo mismo si lo supiera.

 

—No tienes ni idea —dijo Josephine. Hizo una pausa y se dobló en dos: otra contracción sacudió su cuerpo delgado. Cuando se enderezó, tenía el rostro rojo y transido de dolor—. Ni siquiera sabes quién es. Me abandonó.

 

Los ojos de Rose se llenaron de lágrimas inesperadas y tuvo que mirar hacia otro lado. Era culpa suya y lo sabía. A pesar de todas las cosas que tanto se había esforzado por hacerle llegar a su hija, de las lecciones que había tratado de recordar de su propia madre, en realidad solo había conseguido transmitirle frialdad, ?no es cierto? Su corazón había dejado de existir —así de simple— aquel día oscuro y vacío de 1949, cuando Ted regresó y le dijo que Jacob había muerto. Josephine era peque?a entonces, demasiado peque?a para saber que aquel día había perdido a su madre.

 

En aquel momento, Rose se dio cuenta de que había fracasado en lo más importante de todo: había vuelto a su hija tan hermética y tan fría como ella.

 

—Necesitas a alguien que te cuide, que te quiera y que quiera al bebé —susurró Rose—, como tu padre nos quiere a ti y a mí.

 

Josephine miró a su madre con acritud.

 

—Mamá, ya no estamos en la década de 1940. Estoy muy bien sola y no necesito a nadie.

 

Entonces se produjo otra contracción y de pronto Ted llamó a la puerta principal, con la camisa arrugada y la corbata retorcida a un lado. Rose se puso de pie y atravesó la habitación para hacerlo entrar. él dio un beso rápido a su mujer y le sonrió: —?Vamos a ser abuelos! —dijo.

 

Después cruzó la habitación hasta Josephine, se arrodilló a su lado y susurró: —Estoy tan orgulloso de ti, cielo. Vámonos al hospital. Aguanta un poquito más.

 

El parto fue rápido y, a pesar de que el bebé había nacido con un mes de adelanto, el doctor salió a comunicarles que la ni?a era sana, aunque pesaba menos de lo normal, y que no tardaría en ir a conocer a sus abuelos. Rose y Ted oían pasar los minutos en la sala de espera y, mientras Ted caminaba de un lado a otro, Rose cerró los ojos y se puso a rezar: rezó para que aquella criatura que había nacido el día en que ella cumplía cincuenta a?os no fuera tan fría como ella ni como ella había hecho que fuera su propia hija; rezó para que los errores que había cometido con Josephine no se transmitieran al nuevo bebé, que era una tábula rasa, una nueva oportunidad, y rezó para que pudiera demostrarle al bebé que la quería, algo que nunca había podido hacer con su propia hija.

 

Transcurrió otra hora hasta que acudió una enfermera para hacerlos pasar. Josephine estaba en la cama, agotada pero sonriente, con su hija recién nacida en brazos. A Rose se le derritió el corazón al ver a aquella ni?a tan peque?a que dormía apaciblemente con una de sus manitas cerrada en un pu?o junto a la mejilla.

 

—?Quieres cogerla en brazos, mamá? —preguntó Josephine.

 

Con lágrimas en los ojos, Rose asintió. Se situó al lado de su hija, que le entregó a la criaturita dormida. La cogió en brazos y de inmediato recordó lo natural que parecía abrazar a alguien tan peque?o que era parte de sí misma, parte de todo lo que ella quería. Sintió que la invadía el impulso de proteger a aquella criatura con tanta intensidad como la primera vez que tuvo en brazos a su propio bebé.

 

Rose bajó los ojos para mirar a su nieta y vio tanto el pasado como el futuro. Cuando la ni?a abrió los ojos, Rose dio un respingo. Por un momento, habría jurado que veía algo sabio y antiguo en los ojos de la recién nacida, pero después desapareció y Rose supo que solo lo había imaginado. Meció al bebé con suavidad y advirtió que ya la había enamorado. Rogó que se le concediera la fuerza suficiente para hacer las cosas bien aquella vez.

 

—Espero que… —murmuró Rose y se quedó mirando fijamente a la ni?a, sin acabar la frase.

 

Y no la acabó, porque no sabía qué podía esperar. Había millones de cosas que quería para aquella criatura, un millón de cosas que ella misma no había tenido nunca. Tenía todas las esperanzas del mundo para ella.

 

—?Y ya sabes cómo la vas a llamar, cielo? —preguntó Ted.

 

Rose alzó la mirada y vio que su hija la observaba con extra?eza y que después, poco a poco, se le iba dibujando en el rostro una sonrisa.

 

—Pues sí —dijo Josephine—: la llamaré Hope.

 

 

 

 

 

Capítulo 20

 

 

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