La lista de los nombres olvidados

—Claro que sí, mi vida —le digo.

 

Después de cerrar, paso por casa a recoger a Alain y conversamos durante todo el trayecto hasta el hospital. Me doy cuenta de lo mucho que disfruto teniéndolo cerca: encaja a la perfección en nuestra vida. Algunos días me ayuda en la panadería; otras veces se pasa el día junto a la cama de Mamie, y en ocasiones —hoy, por ejemplo— se queda en casa y me sorprende haciendo tareas domésticas. Hace unos días, a mi regreso, encontré colgados en las paredes todos los cuadros enmarcados que tenía en el ático y hoy descubrí que había vaciado y ordenado la despensa y el congelador, que estaban casi vacíos, y había comprado más provisiones.

 

—Es lo menos que puedo hacer —respondió Alain, cuando lo encaré, incrédula—. No ha sido nada. Fui al supermercado en taxi.

 

En el hospital, sentados los dos junto a la cama de Mamie, Alain me coge la mano. él le murmura un rato en francés y yo cumplo mi promesa y le transmito el mensaje de Annie, aunque no creo que Mamie pueda oírme a través de la niebla del coma. Sé que tanto Alain como Annie están convencidos de que ella sigue estando allí, pero yo no estoy tan segura. Me reservo mi impresión.

 

Mientras Alain le susurra a Mamie, me pongo a pensar en Gavin, sin saber muy bien por qué. Supongo que es solo porque ha sido tan servicial y porque me siento más sola que nunca.

 

Finalmente, Alain se echa atrás en su silla: parece que ha acabado de contarle lo que quería decirle. Mamie sigue durmiendo y su pecho estrecho sube y baja poco a poco.

 

—Parece tan plácida —dice Alain—, como si estuviera en algún sitio en el que fuese más feliz que aquí.

 

Asiento con la cabeza y parpadeo para hacer desaparecer las lágrimas que me asoman de pronto a los ojos. Parece estar en paz, sin duda, pero eso no hace más que confirmar mi idea de que ya no está aquí y me dan ganas de llorar.

 

—Alain —digo al cabo de un momento—, tú no sabrás la fecha de nacimiento de Jacob, ?verdad?

 

Alain sonríe y mueve la cabeza de un lado a otro. Por un momento, pienso que me está diciendo que no la sabe, pero al final dice: —En realidad, sí que la sé. Rose y yo lo conocimos la víspera de su decimosexto cumplea?os.

 

Me inclino hacia delante con interés:

 

—?Cuándo?

 

—El día de Nochebuena de 1940. —Alain cierra los ojos y sonríe—. Rose y yo íbamos caminando por los Jardines de Luxemburgo. Yo la había acompa?ado a visitar a una amiga en el barrio latino y teníamos prisa por llegar a casa antes del toque de queda, porque los alemanes querían que todos los parisinos estuviéramos en casa con las cortinas opacas echadas.

 

?Pero a Rose siempre le había gustado aquel parque y, como al atravesar el sexto distrito pasábamos cerca, sugirió que lo cruzáramos —continúa Alain—. Fuimos, como siempre, a ver la estatua del parque que más le gustaba: la estatua de la Libertad.

 

—?La estatua de la Libertad? —repito.

 

Sonríe.

 

—El modelo original que utilizó el artista Auguste Bartholdi. Hay otra en medio del Sena, cerca de la torre Eiffel. Vuestra estatua, la que está en el puerto de Nueva York, fue, como sabes, un regalo de Francia a Estados Unidos.

 

—Lo recuerdo de la escuela —digo—, pero no sabía que hubiera otras estatuas parecidas en Francia.

 

Alain asiente con la cabeza.

 

—La estatua de los Jardines de Luxemburgo era la preferida de Rose cuando éramos peque?os y aquella noche, cuando llegamos frente a ella, empezaba a nevar. Los copos eran tan diminutos y ligeros que daba la impresión de que estábamos dentro de una de esas bolas de nieve navide?as. A pesar de la guerra, reinaban la paz y la tranquilidad y, en aquel momento, el mundo parecía mágico.

 

Su voz se pierde y mira a Mamie. Extiende la mano para tocarle la mejilla, donde le han quedado grabados tantos a?os de vida sin él.

 

?Solo cuando nos acercamos a la estatua —prosigue, tras una larga pausa—, nos dimos cuenta de que no estábamos solos. Justo del otro lado había un muchacho moreno con un abrigo oscuro que se volvió cuando llegamos a pocos metros de distancia. Rose se detuvo en seco, como si se hubiera quedado sin aire.

 

?Pero el muchacho no se acercó a nosotros ni nosotros a él —continúa Alain— y ellos se miraron fijamente un rato muy largo, hasta que por fin tiré de la mano de Rose y le pregunté: “?Por qué nos hemos detenido?”

 

Alain hace una breve pausa para recuperarse. Mira a Mamie y se vuelve a apoyar en el respaldo de su asiento.

 

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