Aquella ma?ana se vistió y, en el trayecto a pie hasta la panadería, observó que la primavera había llegado pronto. Los árboles estaban verdes y por todo el cabo Cod se empezaban a abrir las flores. El cielo azul celeste estaba despejado; era el tipo de cielo que anticipaba los días hermosos y Rose sabía que no tardarían en llegar los turistas y que su negocio tendría mucho trabajo. Aquello, supuestamente, debería alegrarla.
Se detuvo un momento fuera de la panadería y miró por el cristal a su hija, entretenida en introducir en el exhibidor una bandeja de minúsculos Star Pies. Tenía el cabello espeso y oscuro como su padre y el vientre redondo y grávido, como había estado el de Rose en una ocasión, hacía mucho. Dentro de un mes, Josephine también sería madre y comprendería que un hijo es lo más importante del mundo y que había que protegerlo a toda costa.
Rose nunca había podido contarle a su hija lo sucedido. Lo único que Josephine sabía era que su madre se había marchado de París cuando murieron sus padres, que se había casado con Ted y que al final se habían establecido allí, en el cabo Cod. Rose había querido contarle la verdad miles de veces, pero después reflexionaba y miraba alrededor, a la vida que tenía allí: su panadería, su preciosa casa y, sobre todo, su marido abnegado, que había sido un padre maravilloso para Josephine. Y todas las veces se había contenido para no echarlo todo a perder. Le daba la impresión de estar viviendo en una pintura preciosa y de ser la única que sabía que el mundo era fino como el papel y estaba hecho de pinceladas y sue?os.
Por eso, durante toda su infancia, le había contado a Josephine cuentos de hadas: historias de reinos, príncipes y reinas con los que pretendía mantener vivo el pasado, aunque Rose fuera la única que lo supiera. Imaginaba que también le contaría los mismos cuentos a la hija de Josephine y eso la reconfortaba, porque era su forma de vivir en el pasado sin destruir el presente. Que siguieran creyendo que los cuentos eran la ficción y que todo lo demás era real: mejor así.
Rose estaba a punto de entrar en la panadería cuando, de pronto, vio que su hija se doblaba en dos, agarrándose la barriga, y que su hermoso rostro, tan parecido al de su padre, de golpe se retorcía de dolor. Rose irrumpió en el local por la puerta principal.
—?Qué pasa, cielo? —preguntó.
Cruzó la habitación volando, pasó detrás del mostrador y apoyó las manos en los hombros de su hija.
Josephine gimió:
—Mamá, es el bebé. Ya viene.
Rose abrió mucho los ojos, presa del pánico.
—Pero es demasiado pronto.
A Josephine le faltaban aún un mes y tres días.
Josephine volvió a doblarse en dos del dolor.
—Me parece que el bebé no lo sabe. Ya viene, mamá.
Rose experimentó una sensación de terror que ya conocía. ?Y si le ocurría algo al bebé?
—Ahora llamo a tu padre —dijo—. Vendrá enseguida.
Rose sabía que era necesario llevar a su hija al hospital, pero nunca había aprendido a conducir, porque no le hacía falta: vivía a pocas manzanas de la panadería y, por lo general, no tenía que ir a ninguna otra parte.
—Dile que se dé prisa —le pidió Josephine.
Rose asintió con la cabeza, cogió el teléfono y llamó a Ted. Le explicó lo que ocurría rápidamente y con todo detalle y él prometió que saldría de la escuela y llegaría en diez minutos.
—Dile que la quiero y que estoy impaciente por conocer a mi nieta —dijo Ted antes de colgar.
Rose no transmitió su mensaje, aunque no sabía por qué.
Mientras esperaban, Rose trajo una de las sillas de la panadería para que Josephine se sentara y puso el cartel de ?cerrado? en la puerta del frente. Vio a Kay Sullivan y Barbara Koontz, que la miraban desde fuera con cara rara, pero se limitó a se?alar a Josephine, que respiraba con dificultad y tenía la cara roja y brillante, y ellas comprendieron. Sin embargo, no le ofrecieron ayuda, sino que se limitaron a apartar la vista y salir corriendo.
—Todo irá bien, chérie —dijo Rose, mientras se sentaba en una silla junto a su hija y le ponía una mano en la rodilla—. Tu padre no tardará en llegar.
Le habría gustado poder hacer algo más, confortarla mejor, pero hacía a?os que existía un abismo entre ellas, creado por la propia Rose, que no había sabido superar la frialdad de su corazón para llegar hasta su hija.
Josephine asintió, mientras jadeaba.
—Tengo miedo, mamá —dijo.
Rose también tenía miedo, pero no podía reconocerlo.
—Todo irá bien, cielo —dijo—. Tendrás un bebé sano y hermoso. Ya verás.
A continuación, aun sabiendo que lo lamentaría, Rose dijo algo que había de decirse: ?Mi querida Josephine, tendrás que avisar al padre del bebé.
Josephine levantó la cabeza de golpe y miró a su madre con ojos centelleantes.
—Eso no es asunto tuyo, mamá.
Rose respiró hondo, imaginó la vida que tendría aquel bebé sin un padre y no pudo soportarlo.
—Cielo, la criatura tiene que tener un padre, como lo tuviste tú. Piensa en lo importante que ha sido tu padre para ti.
Su hija la fulminó con la mirada.
—De ninguna manera, mamá. No es como papá. No quiere tener nada que ver con la vida de este bebé.
Rose, afligida, apoyó la mano en el vientre de su hija.