—No compiten por mi afecto —dice Rob.
Sin embargo, por la ligera elevación de las comisuras de sus labios, me da la impresión de que es plenamente consciente de lo que pasa y que aquello le produce una euforia egoísta y enfermiza. Me arrepiento por enésima vez de no haber advertido, a los veinte a?os, que tener una hija con un egoísta supondría que la criatura siempre tendría que sobrellevar su egoísmo. Entonces era demasiado ingenua para darme cuenta de que no se puede cambiar a un hombre y mi hija está pagando por ese error.
Cierro los ojos un instante y trato de armarme de paciencia.
—Annie me ha hablado de un collar de plata que encontró a la vista en su cuarto de ba?o, donde es evidente que Sunshine lo dejó, junto con tu nota, para refregarle por las narices que la prefieres a ella.
—Yo no prefiero a nadie —protesta Rob, pero parece incómodo.
—Es que ese es el problema —le digo—. Tú eres el padre de Annie y eso es muchísimo más importante que lo que seas para la chavala con la que sales hace como treinta y cinco segundos. Tendrías que preferir a Annie. Siempre. En cualquier situación. Y si Annie se equivoca, claro que se lo tienes que hacer saber, pero no haciéndola sentir que prefieres a otra persona antes que a ella. Eres su padre, Rob, y, si no empiezas a comportarte como tal, la vas a destrozar.
—No pretendo hacerle da?o —dice y, por el tono quejumbroso de su voz, sé que lo dice de verdad, aunque no sirva para nada.
—También tienes que prestar atención a la manera en que la tratan las personas que dejas entrar en tu vida —prosigo— y si sales con alguien que se esfuerza por hacerle da?o a tu hija, ?no te parece que algo no está bien? ?En varios niveles distintos?
Rob mira hacia abajo y mueve la cabeza de un lado a otro.
—Tú no conoces toda la situación.
Se rasca la nuca, se vuelve y se queda mirando por el ventanal un buen rato. Sigo su mirada hasta un grupo de veleros blancos que se mecen sobre el horizonte perfectamente azul y me pregunto si estará pensando, como yo, en aquellos primeros días de nuestro matrimonio, cuando él y yo solíamos salir con la barca cerca de Boston sin ninguna preocupación.
Pero pienso también en que por aquel entonces yo estaba embarazada y me mareaba a menudo y en que Rob se limitaba a apartar la vista cuando yo vomitaba por la borda. él siempre conseguía lo que quería —una esposa sumisa y servicial a su lado para dar la impresión de una pareja perfecta— y yo siempre dibujaba una sonrisa y le hacía caso. ?Habrá sido así durante todo nuestro matrimonio? ?Se podría resumir tan fácilmente como yo vomitando por la borda de un velero y Rob fingiendo no darse cuenta?
Nos volvemos el uno hacia el otro al mismo tiempo y me pregunto si, en algún nivel, será consciente de lo que pienso. Me sorprende porque inclina la cabeza y me dice:
—Lo siento. Tienes razón.
Me deja tan atónita que no sé qué decir. Creo que es la primera vez que reconoce algo desde que lo conozco.
—De acuerdo —digo, por fin.
—Me ocuparé de esto —dice—. Lamento haberle hecho da?o.
—De acuerdo —repito.
Realmente estoy agradecida; no a él, que fue quien metió la pata y le hizo da?o a mi hija, sino por que Annie no tenga que sufrir más y porque todavía tenga un padre que la quiera, aunque sea un poco y aunque haya que empujarlo en la dirección correcta para que actúe correctamente.
También estoy agradecida —y más de lo que había advertido aún— por haber dejado de convivir con mi ex. Mi error no consistió en dejar que el matrimonio acabase, sino en enga?arme al pensar que me convenía casarme con él.
De pronto me pongo a pensar en todo lo que Alain me ha contado acerca de Mamie y Jacob y, con una claridad apabullante, me doy cuenta de que jamás —ni con Rob ni con nadie— he tenido nada que se pareciera ni remotamente a eso. Ni siquiera sé si creía en eso antes y por eso nunca me había dado cuenta de que me faltaba. Las historias de Alain me ponen triste, no solo por Mamie, sino también por mí misma.
Sonrío a Rob y advierto entonces que también estoy agradecida por algo más: me alegro de que me haya dejado ir; me alegro de que sintiera la necesidad de tener una aventura con una chica de veintidós a?os; me alegro de que se le ocurriera poner fin a nuestro matrimonio, porque eso significa que existe una peque?a posibilidad —de lo más remota— de que no sea demasiado tarde para mí, después de todo. Ahora solo tengo que encontrar la manera de creer en la clase de amor que menciona Alain.
—Gracias —le digo a Rob.