La lista de los nombres olvidados

—Por Dios, mamá, ya no soy una cría —dice Annie, mientras coge el teléfono.

 

En el coche, en el camino hacia Hyannis, Alain me habla de un restaurante de París que les gustaba mucho a él y a Mamie, antes de la guerra. él no era más que un ni?o y Mamie ni siquiera era adolescente. El propietario siempre se acercaba a las mesas después de la comida y preparaba unas creps especiales para los ni?os, con chocolate, azúcar moreno y plátanos. Mamie y Alain reían y se?alaban con el dedo, mientras el due?o flambeaba las creps frente a ellos y después simulaba que no las podía apagar.

 

—Era una época hermosa —dice Alain—, cuando no importaban las preferencias religiosas de cada cual, antes de que todo cambiara. —Hace una pausa y a?ade—: La noche que se llevaron a mi familia, pasé corriendo por delante de aquel restaurante. El propietario estaba fuera, observando a toda la gente que conducían por la calle hacia la muerte. ?Y sabes una cosa? Sonreía. A veces, todavía veo aquella sonrisa en mis pesadillas.

 

Se queda mirando por la ventanilla el resto del trayecto.

 

En el hospital, me siento un rato con Alain junto a la cama de Mamie, mientras él le susurra.

 

—?Te parece que te oye? —le pregunto antes de marcharnos.

 

Sonríe.

 

—No lo sé, pero me siento mejor si hago algo que si no hago nada. Además, le cuento historias de nuestra familia, unas historias que no me permito recordar desde hace setenta a?os. Si algo la puede hacer volver, seguro que será esto. Quiero que sepa que el pasado no se ha perdido, que no se ha olvidado, aunque ella haya venido aquí y haya tratado de borrarlo.

 

Cuando regreso a casa una hora más tarde, después de dejar a Alain en la biblioteca, como me ha pedido, Annie está sentada con las piernas cruzadas en medio del salón, con el teléfono inalámbrico en la oreja y diciendo:

 

—Ajá… ajá… ajá… De acuerdo.

 

Por un momento se me iluminan los ojos: ?Habrá encontrado a Jacob Levy? Después de todo, lo que dice no acaba con la típica disculpa por haber llamado a un Levy equivocado, pero entonces se vuelve y le veo la cara.

 

—Pues sí, de acuerdo —la escucho decir—. Es igual.

 

Corta la comunicación y arroja el teléfono al suelo.

 

—?Cielo? —le pregunto tímidamente. Me he detenido en la puerta entre la cocina y el salón y la miro con preocupación—. ?Hablabas con alguno de los Levy?

 

—No —dice.

 

—?Era una de tus amigas?

 

—?No! —dice, esta vez con voz más tensa—. Era papá.

 

—Vale —digo—. ?Hay algo de lo que quieras hablar?

 

Permanece en silencio un buen rato, mirando la alfombra, y me doy cuenta de que hace millones de a?os que no le paso el aspirador. Las tareas domésticas no son uno de mis fuertes. Sin embargo, cuando alza la mirada hacia mí, parece tan enfadada que doy un paso atrás sin querer.

 

—?Me puedes decir por qué nos has metido en esto? —me interpela.

 

Se pone de pie en un santiamén y los pu?os cerrados quedan junto a sus piernas largas y delgadas, que aún no han dejado de ser las de una ni?a para convertirse en las de una mujer joven.

 

Parpadeo, sorprendida.

 

—?En qué nos he metido? —pregunto, antes de que se me ocurra que, en calidad de madre, debería decirle que no me puede hablar de aquella manera.

 

Sin embargo, ya se ha disparado.

 

—?En todo! —grita.

 

—?A qué te refieres, cielo? —pregunto con cautela.

 

—?A que no vamos a encontrar nunca a Jacob Levy! ?Es imposible! ?Y ni siquiera te importa!

 

Me da un poco de pena. Le he vuelto a fallar, por no haberla preparado mejor para la probabilidad de que aquello sea como buscar una aguja en un pajar, que Jacob podría estar muerto o que tal vez haya desaparecido porque no quiere que nadie lo encuentre. Sé que Annie prefiere creer en el amor verdadero que dura para siempre —es probable que necesite un antídoto contra el asiento de primera fila que ha ocupado durante el desmoronamiento de mi matrimonio—, pero yo había esperado no tener que abrirle los ojos y decirle la verdad tan pronto. Cuando yo tenía doce a?os, también creía en el amor verdadero. Hasta que fui mayor no me di cuenta de que todo era una patra?a.

 

Trago saliva.

 

—Claro que me importa, Annie —empiezo—, pero cabe la posibilidad de que Jacob no esté…

 

Me interrumpe antes de que las palabras salgan de mi boca.

 

—?No es solo eso! —exclama. Sigue agitando los brazos largos y delgados y no se da cuenta de que la correa rosa de su reloj de pulsera se le queda enganchada en el pelo un minuto. Se limita a pegar un tirón para soltarlo y pone un breve gesto de dolor antes de continuar—: ?Es todo! ?Lo arruinas todo!

 

Suspiro.

 

—Annie, si me lo dices por los días que estuve en París, ya te he dicho lo mucho que aprecio que fueses tan responsable durante mi ausencia.

 

Pone los ojos en blanco y golpea con fuerza el pie izquierdo contra el suelo.

 

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