La lista de los nombres olvidados

Desaparece en el obrador detrás de mi hija y, allí de pie, me siento como Ebenezer Scrooge. ?Cuánto hace que he dejado de ser joven y de hacerme ilusiones? No pretendía aguarle la fiesta a Annie; solo quiero que aprenda a ser un poco más realista. Cuando uno espera demasiado, se hace da?o: lo tengo comprobado.

 

Suspiro y sigo guardando los productos de la panadería en recipientes herméticos para congelarlos durante la noche. El baklava hecho a última hora de la ma?ana aguantará un par de días más; las magdalenas y las galletas irán al congelador y calculo que ma?ana por la ma?ana podría aprovechar al menos uno de los strudel. Nuestros dónuts caseros solo se conservan frescos un día y por eso suelo hacer una sola variedad todas las ma?anas; los de azúcar y canela de hoy han desaparecido casi todos y, a menos que aparezca otro cliente en los próximos minutos, es probable que los tres que quedan acaben en la cesta que llevo todos los días al refugio para mujeres.

 

Oigo a Annie en la habitación contigua hablando por teléfono; supongo que pregunta a una persona tras otra si conocen a un Jacob Levy que vino de Francia después de la Segunda Guerra Mundial. Oigo que Alain le comenta cosas en voz baja entre una llamada y otra y me pregunto qué le dirá. ?Le contará historias de Jacob para que no pierda la confianza? ?O será responsable y le recordará que esta podría ser una misión imposible y que no debería hacerse demasiadas ilusiones?

 

Acabo de vaciar los exhibidores de la panadería y empiezo a llevar los pasteles al congelador industrial. Me pongo a lavar las fuentes de horno, las bandejas para magdalenas y los moldes de los pastelillos, mientras Annie habla con voz más alta, para que no la tape el ruido del agua corriente.

 

—Hola, me llamo Annie Smith —la escucho decir alegremente en el teléfono— y estoy buscando a un tal Jacob Levy que tendría que tener, o sea, ochenta y siete a?os. Es francés. ?Hay allí algún Jacob Levy con estas características? Vale, gracias de todos modos. Sí, adiós.

 

Cuelga y Alain le murmura algo. Ella ríe, coge el teléfono y repite exactamente las mismas palabras en la siguiente llamada.

 

Cuando, después de atender a una clienta de última hora —Christina Sivrich, del grupo de teatro local, que me pidió dos docenas y media de galletas para llevar ma?ana a una fiesta de la clase de su hijo de seis a?os, Ben—, me dispongo a marcharme de la panadería para ir al hospital, Annie ha hecho tres docenas de llamadas.

 

—?Estás lista? —le digo, mientras me seco las manos en un pa?o de cocina y cojo las llaves del gancho que hay junto a la puerta de la cocina.

 

—?Puedo hacer una más, mamá? —pregunta Annie.

 

Miro el reloj y asiento con la cabeza.

 

—Una sola. Mira que hemos de llegar al hospital dentro del horario de visitas, ?de acuerdo?

 

Me apoyo en la encimera y la oigo soltar su rollo una vez más. Parece afligida cuando cuelga.

 

—Aquí tampoco —murmura.

 

—Annie, solo has llegado a la tercera página —le recuerda Alain—. Tenemos muchos más Jacob Levy para probar ma?ana y, además, mira a todos los J. Levy que tienes en la lista.

 

—Supongo que sí —dice Annie.

 

Suspira, se baja de la encimera de un salto y deja la lista junto al teléfono.

 

—No te preocupes, Annie —le digo, tratando de contagiarme de su optimismo—. Tal vez lo encuentres.

 

Por la mirada fulminante que me dirige, me doy cuenta de que empieza a perder las esperanzas.

 

—Es igual —dice—. Vamos a ver a Mamie.

 

Alain y yo intercambiamos miradas de preocupación y salimos tras ella.

 

 

 

 

 

Capítulo 18

 

 

Durante varios días, nada cambia. Mamie permanece inmóvil. Gavin pasa todas las ma?anas a buscar una taza de café y una pasta y pregunta por el estado de mi abuela. Alain viene temprano con Annie, me ayuda a mí durante el día y después le hace compa?ía por la tarde, cuando mi hija arremete con una serie de llamadas telefónicas infructuosas. Cuando cerramos la tienda, los tres acometemos el trayecto de treinta minutos hasta el hospital, en Hyannis, para pasar noventa minutos junto al lecho de Mamie. Lo único bueno de todo esto es que, gracias a Dios, se ha acabado la temporada turística, de modo que hay muy poco tráfico en la Ruta 6 que nos conduce hasta el extremo sudoccidental del cabo Cod y de vuelta a casa.

 

En la habitación del hospital, Alain coge la mano de Mamie y le murmura cosas en francés, mientras Annie y yo nos sentamos en sendas sillas delante de la cama. De vez en cuando Annie se levanta para situarse junto a Alain y acaricia el cabello de Mamie mientras él le habla despacio. No me decido a participar. Me siento extra?amente vacía. La última persona en la que puedo confiar se me está escurriendo y no puedo hacer nada para impedirlo.

 

El domingo cierro temprano, a la una, y Alain me pide que lo lleve al hospital.

 

—?Quieres venir tú también? —pregunto a Annie.

 

Se encoge de hombros.

 

—Tal vez más tarde, pero hoy quiero seguir llamando a más Levy de mi lista. ?Me puedo quedar en casa mientras tú llevas al tío Alain?

 

Vacilo.

 

—De acuerdo, pero no le abras la puerta a nadie.

 

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