La lista de los nombres olvidados

Alain. El que Rose más quería y el que lo comprendía todo, aunque solo tenía once a?os. Era el que más pena le daba, porque, sin el manto de negación con el cual los demás habían logrado envolverse, no había manera de aliviar el dolor. Lo habrá sentido en todo momento, porque se daba cuenta de todo, comprendía lo que estaba ocurriendo y creía en las advertencias apremiantes de Jacob. ?Habrá tenido miedo? ?O habrá madurado de golpe y habrá podido acomodarse con valentía para hacer frente a su destino? Era más fuerte que Rose, más fuerte que todos ellos. ?Habrá aprovechado su valor para sobreponerse al terror? Rose estaba segura de que no había vivido mucho tiempo: era mucho más bajo que Claude, muy menudo para su edad, y ningún guardia en su sano juicio habría escogido a un ni?o tan peque?o para hacerlo trabajar. Cuando Rose cerraba los ojos por la noche, a menudo veía la carita de Alain, sus ojos sombríos, sus mejillas sonrosadas amarillentas, su hermoso cabello rubio afeitado, mientras esperaba el destino que sabía que lo aguardaba entre un millar de ni?os más, en la fría oscuridad de una cámara de gas en algún lugar de Polonia.

 

Además, estaba Jacob. Aunque habían pasado casi setenta a?os desde la última vez que lo vio, todavía conservaba nítido el recuerdo de su rostro, como si se hubiesen separado el día anterior. Con frecuencia lo imaginaba como lo vio el día que lo conoció, en los Jardines de Luxemburgo, en invierno. Sus alegres ojos verdes, su espesa cabellera casta?a, la manera en que se habían mirado el uno al otro y habían sabido al instante lo que habían encontrado. Ella podía imaginar, en sus momentos más oscuros, el rostro de él, decidido y valiente, soportando la tortura en el Vel’ d’Hiv, subiendo a algún transporte a un campo de tránsito o ingresando en Auschwitz. Sin embargo, a diferencia de los demás, no podía visualizarlo muriendo. Era extra?o, pensaba, pero tal vez fuera la manera que tenía su mente de protegerla, aunque ella no quería que la protegieran. Quería sentir el dolor de su muerte, porque se lo merecía.

 

Sin embargo, no eran aquellos los únicos momentos de la vida de Rose que le volvían a la cabeza mientras ella se alejaba cada vez más del mundo. Pensaba también en los momentos transcurridos después, los escasos momentos felices a lo largo de los a?os, cuando su corazón se había llenado de amor y felicidad, como le ocurría cuando era ni?a. Entonces, flotando en la oscuridad en lo profundo del coma, su pensamiento regresó a una ma?ana fría de mayo de 1975, uno de sus momentos preferidos.

 

Aquella ma?ana, cuando Rose despertó, vio que Ted ya se había ido a trabajar. Por lo general, ella se levantaba mucho antes del amanecer, pero aquella noche las pesadillas la habían arrastrado —a veces le pasaba— y la habían mantenido cautiva casi hasta las seis de la ma?ana. Cuando dormía hasta tarde, Ted la dejaba descansar y avisaba a Josephine para que fuera a abrir la panadería en lugar de su madre. él no comprendía que ella no descansaba, sino que se tambaleaba en medio de un terror del cual nunca encontraba la salida y, como ella amaba a su esposo, no se lo decía. él pensaba que, al casarse con ella y darle una buena vida, había contribuido a hacer desaparecer su pasado, como ella quería. A Rose ni se le ocurría decirle que, en los treinta y tres a?os transcurridos desde la última vez que vio a sus seres más queridos, los recuerdos, tanto los reales como los imaginarios, no se habían desvanecido en absoluto.

 

Rose se había mirado al espejo aquella ma?ana. A los cincuenta seguía siendo hermosa, aunque ella no se había visto así desde la última vez que la había mirado Jacob. Sabía que, para él, ella era algo especial y, sin él, se había marchitado como una flor privada de la luz del sol.

 

?Cincuenta a?os?, pensó, mirando su imagen reflejada. Era su cumplea?os, pero nadie lo sabía. Según el visado con el que había llegado a Estados Unidos y que le proporcionó una identidad que no era la suya, había nacido dos meses después, en julio. El 16 de julio, en realidad, una ironía que no olvidaría jamás, porque aquel fue el día en el que se llevaron a su familia. Sabía que el 16 de julio Ted y Josephine le prepararían un pastel, una buena cena y le cantarían el feliz cumplea?os y ella sonreiría y desempe?aría bien su papel. Sin embargo, aquel día era solo para ella. Era el día en que había nacido Rose Picard, aunque Rose Picard había muerto en 1942.

 

A Rose no le gustaban los cumplea?os. No podía ser de otra manera. Cada uno la alejaba más del pasado, de la vida que llevaba antes de que se acabara el mundo, y durante los últimos a?os la había consumido la tristeza al advertir que se hacía mayor de lo que había llegado a ser ningún miembro de su familia. Su padre tenía cuarenta y cinco a?os cuando se lo llevaron. Aunque hubiese vivido dos a?os más en Auschwitz —ella sabía que era muy poco probable—, no habría pasado de los cuarenta y siete. Maman tenía apenas cuarenta y uno en 1942, la última vez que Rose la vio. A Rose, su madre le parecía muy mayor, pero ahora cuarenta y un a?os le parecían juveniles. Nunca había pensado que a su madre la habían arrancado en la flor de la vida, pero así era. Rose lo sabía entonces.

 

En aquel momento, la propia Rose tenía cincuenta a?os. Había vivido más que sus padres y había pasado casi el doble de tiempo en Estados Unidos que en Francia —diecisiete a?os en su tierra natal y treinta y tres en su país de adopción—, aunque había dejado de vivir hacía mucho tiempo. El resto había sido como un sue?o, por el cual había pasado en trance, limitándose a cubrir las formas.

 

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