—?Qué nos ha sucedido a nosotros? —preguntó—. ?Y a nuestro país?
—El mundo se ha vuelto loco —murmuró Jacob.
Ella volvió a suspirar.
—?Volverás a buscarme?
—Volveré a buscarte —dijo Jacob de inmediato—. Tú eres mi vida, Rose. Tú y nuestro bebé. Ya lo sabes.
—Ya lo sé —susurró ella.
—Te encontraré, Rose —dijo Jacob—. Cuando acaben todos estos horrores y estés a salvo, vendré a buscarte. Te doy mi palabra. No descansaré hasta estar otra vez a tu lado.
—Yo tampoco —murmuró Rose.
La atrajo hacia él y ella aspiró su olor, memorizó la sensación de sus brazos en torno a ella, presionó la cabeza contra el pecho de él y deseó no tener que separarse nunca, pero entonces regresó Jean Michel y la alejó con suavidad de Jacob, diciéndole en voz baja que tenían que irse antes de que fuera demasiado tarde. Lo único que ella sabía era que Jean Michel, que era católico, la conduciría hasta otro hombre que pertenecía a la resistencia, un musulmán llamado Alí. Era el tipo de situación —la colaboración entre católicos, judíos y musulmanes— que, si el mundo no se hubiese estado desmoronando alrededor, la habría hecho sonreír.
Jacob la atrajo hacia él una vez más para darle otro largo beso de despedida. Cuando ya se marchaba con Jean Michel, se alejó de él.
—?Jacob? —llamó en voz baja hacia la oscuridad.
—Aquí estoy —dijo él y reapareció de entre las sombras.
Ella respiró hondo.
—Ve a buscarlos, por favor. A mi familia. No puedo perderlos. No puedo vivir conmigo misma si ellos mueren porque no me he esforzado lo suficiente.
Jacob la miró fijamente a los ojos y por un instante Rose deseó poder retirar lo dicho, porque se dio cuenta de lo que le estaba pidiendo, pero no quedaba tiempo. él asintió con la cabeza y se limitó a decir: —Iré a buscarlos, te lo prometo. Te quiero.
Y desapareció en la oscuridad impenetrable. Rose se quedó paralizada, clavada en el sitio por lo que le pareció una eternidad, aunque solo fueron unos cuantos segundos.
?No —murmuró para sus adentros—. ?Qué he hecho??
Dio un paso para seguir a Jacob, con la intención de detenerlo, de advertirle, pero Jean Michel la abrazó y la retuvo.
—No —dijo—. No. Ahora está todo en manos de Dios. Tienes que venir conmigo.
—Pero… —protestó ella, tratando de soltarse.
—Está en las manos de Dios —repitió Jean Michel, mientras Rose estallaba en sollozos.
La estrechó con más fuerza y susurró en la oscuridad:
—Por ahora, lo único que podemos hacer es rezar y esperar que Dios nos oiga.
Fue una tortura, a partir de entonces, vivir en París en secreto, sabiendo que, a uno o dos kilómetros, su familia o Jacob tal vez estuvieran escondidos también. Saber que no podía salir a buscarlos, que su única responsabilidad en aquel momento era proteger al ni?o que llevaba en sus entra?as la hacía llorar de impotencia todas las noches.
La familia que la acogió, los Haddam, eran amables, aunque ella sabía que la madre y el padre no querían que estuviera allí. Después de todo, ella era un lastre y tenía claro que su mera presencia suponía un peligro para ellos. De no ser por el bebé que había jurado proteger, se habría marchado hacía mucho tiempo, por cortesía. De todos modos, eran hospitalarios y, con el tiempo, parecieron aceptarla. Su hijo, Nabi, le recordaba a Alain y eso era lo que la mantenía cuerda muchos días: que podía hablar con él como hablaba antes con su hermanito y, de aquella forma, aquel nuevo hogar se parecía un poco más al que había dejado atrás.
Ella y madame Haddam pasaban muchas horas en la cocina y, al cabo de un tiempo, Rose se atrevió a ense?arle algunas de las recetas de la panadería askenazí de su familia. A su vez, la se?ora Haddam ense?ó a Rose a hacer muchos dulces deliciosos de los que jamás había oído hablar.
—Tienes que aprender a cocinar con agua de rosas —le había dicho un día la se?ora Haddam—. Hace juego con tu nombre.
Así fue como Rose se aficionó a los cuernos de gacela hechos de almendras, al baklava con agua de azahar y a las galletas con agua de rosas que se le deshacían en la boca como por arte de magia y con aquellos alimentos nutría al bebé que llevaba en el vientre. Su padre a menudo había hablado mal de los musulmanes, pero Rose se dio cuenta entonces de que estaba tan equivocado en cuestiones religiosas como lo había estado con respecto a las intenciones de los nazis. Los Haddam habían arriesgado su propia vida para salvar la de ella. Eran de las mejores personas que había conocido en su vida.