—Esta redada va a ser distinta —dijo Rose. Le daba la impresión de que ya lo había dicho miles de veces, pero su padre no le prestaba atención, porque no le daba la gana—. Esta vez vienen a por todos nosotros. Jacob dice…
—?Rose! —la interrumpió su padre, golpeando la mesa con el pu?o. A su lado, la madre de Rose se sobresaltó y movió la cabeza con tristeza—. ?Ese chico tiene una imaginación desenfrenada!
—?No son imaginaciones suyas, papa! —Rose nunca había hecho frente a sus padres, pero tenía que conseguir que le creyeran. Era una cuestión de vida o muerte. ?Cómo podían ser tan ciegos?— Eres nuestro padre, papa, ?y tienes que protegernos!
—?Basta! —bramó su padre—. ?No vas a decirme tú cómo ocuparme de mi familia! ?El chico ese, Jacob, no me va a decir cómo ocuparme de mi familia! Yo os protejo a vosotros, mis hijos, y a vuestra madre, según las normas. ?No me vas a decir tú lo que debe hacer un padre! ?Qué sabes tú de esas cosas?
Rose contuvo las lágrimas que asomaban a sus ojos. Sin querer, se apoyó la mano derecha en el vientre, pero la apartó enseguida, cuando advirtió que su madre la observaba con curiosidad y fruncía el ce?o. No podría ocultárselo mucho más tiempo y entonces se enterarían. ?Se lo perdonarían? ?La comprenderían? Rose suponía que no.
Deseaba poder contarles la verdad, pero aquel no era el momento. Solo serviría para complicar las cosas. Antes de hacer nada, tenía que salvarlos.
—Rose —dijo su padre al cabo de un momento. Se puso de pie y se acercó a donde ella estaba sentada. Se arrodilló a su lado, como solía hacer cuando ella era peque?a. En aquel momento, ella recordó la paciencia con la que le había ense?ado a atarse los cordones de los zapatos, la manera en que la había consolado la primera vez que ella se desolló las rodillas y que, cuando era peque?ita, le pellizcaba las mejillas y la llamaba ma filfille en sucre, mi ni?ita de azúcar—. Haremos lo que nos digan. Si cumplimos las normas, todo irá bien.
Lo miró a los ojos y en aquel momento se dio cuenta de que jamás lo convencería; se echó a llorar, porque ya lo había perdido: ya los había perdido a todos.
Aquella noche, cuando Jacob fue a buscarla, ella no estaba lista. ?Cómo podría estar lista alguna vez? Le miró los ojos verdes con chispas doradas, que siempre le habían recordado a un océano mágico, y pensó que le gustaría perderse en ellos para siempre. Sus propios ojos se llenaron de lágrimas calientes, ardientes, y se dio cuenta de que tal vez no volviera a navegar nunca más aquellos mares.
—Tenemos que irnos, Rose —susurró él, apremiante.
La estrechó entre sus brazos y trató de absorber los sollozos de ella con su cuerpo.
—Pero ?cómo los voy a dejar, Jacob? —susurró en su pecho.
—Es necesario, amor mío —dijo él—. Tienes que salvar a nuestro bebé.
Ella alzó la mirada. Sabía que él tenía razón. Los ojos de él también estaban llenos de lágrimas.
—?Tratarás de protegerlos? —le preguntó.
—Con todo mi ser —prometió Jacob—, pero primero tengo que protegerte a ti.
Antes de marcharse, ella se coló en la habitación que compartían Alain y Claude. Claude dormía profundamente, pero Alain estaba despierto.
—Te vas, ?verdad, Rose? —susurró Alain cuando ella se le acercó.
Ella se sentó en el borde de su cama.
—Sí, cari?o mío —susurró—. ?Quieres venir con nosotros?
—Tengo que quedarme con mamá y papá —dijo Alain al cabo de un momento—. Tal vez tengan razón.
—No la tienen —dijo Rose.
Alain asintió con la cabeza.
—Lo sé —susurró. Esperó un momento y después la abrazó—. Te quiero, Rose.
—Yo también te quiero, jovencito —respondió y lo apretó con fuerza contra ella.
Sabía que Alain no comprendía el motivo de su partida. Sabía que, para él, ella estaba escogiendo a Jacob antes que a su familia, pero no podía hablarle del bebé que crecía en sus entra?as. Solo tenía once a?os: era demasiado joven para comprender. Esperaba que algún día él se diera cuenta de que ella sentía como si le estuvieran partiendo en dos el corazón.
Treinta minutos después, Jacob la conducía por un callejón donde su amigo Jean Michel, que pertenecía al movimiento de la resistencia, los esperaba delante de una entrada oscura.
Jean Michel saludó a Rose con un beso en cada mejilla.
—Eres muy valiente, Rose —se limitó a decir.
—No soy valiente. Tengo miedo —respondió ella.
No quería que nadie la considerara valerosa. Pensar que lo era por dejar atrás a su familia le parecía absurdo. En aquel momento se sentía el peor ser humano de la tierra.
—?Nos dejas solos un momento? —preguntó Jacob a Jean Michel.
Jean Michel asintió con la cabeza.
—Pero daos prisa, por favor. No tenemos mucho tiempo.
Atravesó la puerta y dejó a Rose y a Jacob solos en la penumbra.
—Estás haciendo lo correcto —susurró Jacob.
—Ya no estoy tan segura —dijo Rose, suspirando—. ?Será cierto lo de la redada?
Jacob asintió con la cabeza.
—No me cabe la menor duda, Rose. Comenzará dentro de unas horas.
Ella movió la cabeza de un lado a otro.