La lista de los nombres olvidados

Alain produce un sonido extra?o, como si se ahogase.

 

—En el Talmud está escrito que, si alguien salva una vida, es como si hubiese salvado al mundo —dice en voz baja.

 

él y el se?or Haddam se miran el uno al otro durante un momento y sonríen.

 

—Entonces no somos tan diferentes —dice el se?or Haddam. Mira a Henri y a Simon y otra vez a Alain—. Nunca he comprendido la guerra entre nuestras religiones ni la guerra contra el cristianismo. Si hay algo que aprendí durante el tiempo que la joven Rose pasó con nosotros es que todos hablamos con el mismo Dios. No es la religión lo que divide a la humanidad, sino la bondad y la maldad que hay aquí en la tierra.

 

Las palabras calan hondo y nos miramos en silencio los unos a los otros.

 

—Su hermana —continúa el se?or Haddam, volviéndose a Alain— sufría todos los días por haber dejado a su familia. Siempre pensó que no había hecho lo suficiente para salvarlos, pero usted comprende, desde luego, que hizo lo que tenía que hacer: tenía que salvar a su bebé.

 

En el silencio que se produce a continuación se hubiese podido oír el ruido de una mosca.

 

—?Su bebé? —pregunta Alain al fin, con la voz una octava más aguda de lo habitual.

 

De pronto se me queda la boca seca.

 

—Sí, claro —dice el se?or Haddam y parpadea—. Por eso vino aquí: porque estaba encinta. ?No lo sabían?

 

Alain me mira fijamente.

 

—?Lo sabías tú?

 

—Claro que no —digo—. Es… No es posible. Mi madre no nació hasta 1944 —me vuelvo hacia el se?or Haddam— y no tenía ningún hermano. No puede ser que mi abuela estuviera embarazada en 1942.

 

Hace una pausa y se pone de pie.

 

—Discúlpenme un momento —dice y desaparece en su dormitorio, mientras Alain y yo nos seguimos mirando fijamente.

 

—?Cómo es posible que estuviese embarazada? —pregunta Alain.

 

—Bueno, si Jacob y ella estaban enamorados… —dice Henri y deja la frase sin acabar.

 

Alain mueve la cabeza de un lado a otro.

 

—No, no, de ninguna manera. Ella era muy religiosa —dice— y jamás habría hecho algo así. —Me mira y a?ade—: Las cosas eran distintas en aquella época. Nadie tenía relaciones antes de casarse y mucho menos Rose.

 

—Es posible que el se?or Haddam no lo recuerde bien —digo.

 

Regresa de su dormitorio con una fotografía en la mano y me la entrega. Enseguida reconozco a mi abuela: se parece mucho a mí cuando tenía dieciséis o diecisiete a?os y lleva la cabeza envuelta en un pa?uelo. Rodea con un brazo a un ni?o sonriente de cabello oscuro y, con el otro, a una mujer de mediana edad.

 

—Somos mi madre y yo —dice el se?or Haddam en voz baja— con tu abuela el día que se marchó. Fue la última vez que la vi.

 

Asiento con la cabeza, pero no soy capaz de hablar, porque no puedo apartar la mirada del vientre protuberante de la fotografía: no cabe duda de que mi abuela está embarazada. Mira a la cámara con los ojos bien abiertos, que transmiten una tristeza extraordinaria, incluso en un blanco y negro granuloso. Alain se sienta a mi lado en el sofá y contempla también la fotografía.

 

—Sabía que, si la llevaban a uno de los campos, la matarían en cuanto supieran que estaba embarazada —dice el se?or Haddam con suavidad al cabo de un momento—. Sabía que tenía que protegerse a sí misma para proteger al bebé. Ese fue el único motivo por el cual dejó que Jacob la separase de su familia.

 

—Dios mío —murmura Alain.

 

—Pero ?qué ocurrió con el bebé? —pregunto.

 

El se?or Haddam me mira con el ce?o fruncido.

 

—?Estás segura de que el bebé no era tu madre?

 

Asiento con la cabeza.

 

—Mi madre nació un a?o y medio después y era hija de mi abuelo Ted, no de Jacob. —Me vuelvo hacia Alain y a?ado en voz baja, porque el mero hecho de pronunciar aquellas palabras me horroriza—: El bebé debió de haber muerto.

 

Alain agacha la cabeza.

 

—Hay tantas cosas que no sabemos… ?Y si no despierta? —murmura.

 

Sus palabras me devuelven volando desde un pasado que no podemos comprender a un presente que no podemos controlar. Sin embargo, lo que sí podemos controlar es llegar al aeropuerto a tiempo. Miro el reloj, me pongo de pie y digo: —Perdone usted, se?or Haddam, pero tenemos que marcharnos. No sé cómo darle las gracias.

 

Sonríe.

 

—Jovencita, no hace falta —responde—. Saber que Rose siguió viva y que llevó una vida dichosa basta como agradecimiento por un millón de a?os.

 

Me pregunto entonces si la vida de mi abuela habrá sido dichosa. ?Habrá superado alguna vez la tristeza que debió de sentir cuando creyó que había perdido a Jacob y a su familia para siempre?

 

—Por favor —dice el se?or Haddam—, dile a tu abuela que pienso en ella a menudo y que le agradezco que me ayudara a creer en encontrar el amor. Me cambió la vida y jamás la olvidaré.

 

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