Miro a Alain.
—Jacob —susurro y él asiente.
Me doy cuenta de que todos los a?os que llevo haciendo Star Pies he estado rindiendo homenaje a un hombre de cuya existencia no tenía ni la más remota idea. Del fondo de la garganta me sale un ruidito, cuando sofoco un sollozo procedente de quién sabe dónde.
—Había muchas noches en las que no era seguro estar fuera o el cielo estaba cubierto o el aire estaba lleno de humo —prosigue el se?or Haddam—. Como esas noches no podía ver las estrellas, Rose decía que necesitaba algún consuelo, de modo que empezó a ponerlas en sus tartas. A?os después, cuando yo era joven, mi madre me hacía los mismos pasteles y me recordaba que el amor verdadero es lo más importante. Aquel concepto no era habitual en aquella época en la que muchos matrimonios se concertaban, pero ella tenía razón, de modo que esperé y me casé con el amor de mi vida. Por eso, por el resto de mi vida, he seguido haciendo las tartes des étoiles en honor a Rose y he ense?ado a mis hijos y a mis primos y a la generación siguiente a hacer lo mismo, a recordar que hay que esperar al amor, como hizo Rose, como hice yo.
?Entonces, ?se reunió Rose con el hombre que amaba? —pregunta el se?or Haddam al cabo de un momento—. ?Después de la guerra?
Alain y yo nos miramos.
—No —digo y siento el peso de la pérdida contra mi pecho.
El se?or Haddam mira hacia abajo y mueve la cabeza de un lado a otro con tristeza.
A mi lado, Henri carraspea. Me había quedado tan embelesada con el relato del se?or Haddam que casi me había olvidado de que él y Simon seguían allí.
—?Y cómo consiguió Rose salir de París? —pregunta.
El se?or Haddam mueve la cabeza.
—Es imposible saberlo a ciencia cierta. Parte del motivo por el cual la mezquita consiguió salvar a tantas personas era que todo estaba envuelto en un velo de misterio. El Corán nos ense?a a ayudar al que lo necesita, pero de forma discreta, porque Dios conocerá nuestros actos. Por este motivo y por el peligro que suponía, nadie hablaba de estas cosas, ni siquiera entonces y mucho menos a un ni?o de diez a?os. Sin embargo, por lo que he sabido después, creo que muchos de los judíos que protegíamos salían por las catacumbas hasta el Sena. Es posible que la subieran de contrabando a una barcaza que la llevara río abajo hasta Dijon o que la hicieran cruzar la línea de demarcación con documentación falsa.
—Pero ?eso no era caro? —pregunta Henri—. ?Conseguir documentación falsa? ?Cruzar la línea? —Se vuelve hacia mí y a?ade—: Mi familia no pudo salir, por lo que costaba.
—Sí —responde el se?or Haddam—, pero la mezquita ayudaba con la documentación. Eso sí que lo sé. Y su amado, ?Jacob? él le dio dinero. Ella se lo cosió dentro del forro de un vestido. Mi madre la ayudó.
?Después de llegar a la zona no ocupada, le habrá costado menos salir del país —prosigue el se?or Haddam—. Aquí, en París, vivía como musulmana con documentación falsa, pero en Dijon, o dondequiera que fuese, es probable que rellenase un impreso del censo para la gendarmerie. Siendo francesa, seguro que, pagando un peque?o soborno, habrá obtenido papeles que dijeran que era católica y, desde allí, habrá llegado a Espa?a.
—En Espa?a conoció a mi abuelo —digo.
—?Tu abuelo no es Jacob? —pregunta el se?or Haddam con el ce?o fruncido—. Me parece imposible que se haya enamorado tan pronto de otro hombre.
—No —digo con suavidad—, mi abuelo se llamaba Ted.
Agacha la cabeza.
—Entonces se casó con otro… —Hace una pausa—. Siempre supuse que Rose había muerto —dice—, como tantos otros en aquella época. Siempre pensé que, si hubiese estado viva, después de la guerra se habría puesto en contacto con nosotros, pero puede que solo quisiera olvidar esta vida.
Pienso en lo que me había dicho Gavin: que algunos supervivientes del Holocausto, cuando creían que lo habían perdido todo, querían volver a empezar de cero.
—Pero ?cómo es que no se tiene constancia de todo esto? —pregunto al cabo de un momento—. Lo que hizo su familia y lo que hicieron las demás personas de la Gran Mezquita fue tan valiente y tan heroico…
El se?or Haddam sonríe.
—En aquella época no podíamos poner nada por escrito —dice—. Sabíamos que nuestro destino quedaba ligado al de las personas que salvábamos. Si los nazis o la policía francesa hubiesen allanado la mezquita y hubiesen encontrado siquiera una prueba, por insignificante que fuera, habría sido el fin de todos nosotros. Por eso, ayudábamos con discreción —concluye—. Es de lo que más orgulloso estoy en toda mi vida.
—Gracias —susurra Alain— por lo que hizo, por salvar a mi hermana.
El se?or Haddam mueve la cabeza de un lado a otro.
—No hace falta que me agradezca nada. Era nuestra obligación. Nuestra religión nos ense?a que quien salva una vida salva al mundo entero.