Henri asiente con la cabeza:
—Sí, eso es: Si Kaddour Benghabrit. Al gobierno francés le daba miedo meterse con él y es posible que él usara su poder y su influencia para salvar muchas vidas.
Muevo la cabeza de un lado a otro y contemplo el París que pasa por la ventanilla. La silueta de las torres de Notre-Dame se recorta contra el cielo a lo lejos, a la derecha, cuando cruzamos un puente a toda velocidad y llegamos a la orilla izquierda. Me llega el ta?ido distante de unas campanas que dan la hora.
—?Quieren decir que tal vez fuera así como mi abuela logró huir de París? ?Que tal vez la ayudaran a escapar los musulmanes de la Gran Mezquita?
—Eso explicaría dónde aprendió a confeccionar pastelería musulmana —dice Alain.
—Y daría respuesta a muchos interrogantes —a?ade Henri—. No creo que haya ningún registro. Nadie habla de eso. Los secretos de aquel pasado han muerto con el pasado. En la actualidad, hay bastante tensión entre los grupos religiosos. Es imposible saber si es cierto.
—?Y qué más da si lo es o no? —susurro.
Y entonces recuerdo, de golpe, lo que me había dicho Mamie justo antes de mi viaje a París, cuando la presionaba para que me respondiera si era o no judía: ?Pues sí, soy judía, pero también soy católica y musulmana?. Siento un escalofrío y abro mucho los ojos.
El taxi se detiene junto al bordillo, delante de una construcción blanca con tejas de color verde oscuro, arcos ornamentados y cúpulas brillantes. Un minarete con ribetes verdes se eleva por encima del edificio y, si bien no cabe duda de que, en los detalles, es marroquí, se parece mucho a una de las torres de Notre-Dame por las que acabamos de pasar. Otra cosa que Mamie ha dicho me resuena en la cabeza: ?Son los seres humanos los que crean las diferencias —me había dicho la semana anterior—. Eso no significa que Dios no sea siempre el mismo?.
Henri le paga al taxista y nos apeamos. Doy una mano tanto a Henri como a Simon cuando estiran las piernas y suben a la acera.
—En otra época, solía hacerlo yo —dice Henri, sonriendo.
Me gui?a un ojo y los cuatro nos dirigimos hacia una entrada en forma de arco situada en la esquina del edificio.
—Si aquí nadie quiere hablar de lo ocurrido —le digo a Alain al oído cuando entramos a un peque?o patio—, ?a qué hemos venido?
Pasa su brazo por el mío y sonríe:
—A echar un vistazo a la repostería —dice.
Motean el patio las franjas del sol que se filtra a través de los árboles y arroja sombras sobre las baldosas blancas del suelo. Hay mesitas hechas con azulejos azules y blancos distribuidas en el medio del patio y a lo largo de las paredes y todas están rodeadas de sillas de madera con asientos y respaldos tejidos de color azul brillante. Unas plantas de un verde intenso con flores amarillas trepan por las paredes y los gorriones saltan de mesa en mesa. Es apacible, tranquilo y está tan vacío que —estoy segura— aún no ha abierto.
Un árabe de mediana edad vestido todo de negro se acerca y dice algo en francés. Alain le responde y me se?ala y, durante un minuto, los cuatro hablan rápidamente en un francés que no comprendo. En un principio, el hombre hace gestos negativos con la cabeza, pero al final se encoge de hombros y nos hace se?as de que lo sigamos por una escalerilla que conduce al edificio principal.
Al otro lado de la entrada hay un hombre más joven, de cabello oscuro y piel aceitunada, que está llenando de dulces un exhibidor, y se me paraliza el corazón cuando miro dentro, porque contiene muchos pasteles y casi la mitad de ellos son exactamente iguales a los que horneo en mi propia panadería. Están los delicados cuernos de gacela, espolvoreados con azúcar glas blanco como la nieve; los pastelillos de color verde claro, envueltos en masa blanca y con trocitos de pistacho por encima; las rodajas de baklava ba?adas de miel, y las pastas de almendra coronadas con una sola cereza. Hay rollos de pasta filo ba?ados en azúcar; porciones gruesas de tarta de almendras con azúcar y recubierta de almendras, y hasta las rosquillas de canela y miel que han sido las preferidas de Annie desde que era ni?a.
El corazón me late con fuerza cuando alzo la mirada y miro a Alain.
—?Son las mismas? —pregunta.
Asiento lentamente.
—Son las mismas —confirmo.
Sonríe y, con los ojos llorosos de pronto, se vuelve hacia el hombre mayor, que nos mira con el ce?o fruncido. Intercambian unas cuantas frases en francés y después Alain se vuelve hacia mí y me dice: —Hope, ?le puedes hablar a este hombre acerca de tus dulces? Le he dicho lo que pensamos que tal vez le haya sucedido a Rose.
Sonrío al hombre, que parece escéptico.
—Lo que ustedes confeccionan aquí —le digo— es igual a lo que mi abuela me ense?ó a hacer a mí. Son los mismos productos que vendemos en nuestra panadería, en el cabo Cod.