La lista de los nombres olvidados

—Trata de descansar un poco, Hope —dice Gavin con suavidad—. Vas a volver a casa lo antes posible y ahora no sirve de nada que te quedes despierta.

 

Le doy las gracias entre dientes y cuelgo. Lo siguiente que recuerdo es estar mirando fijamente un reloj que indica las 5.45 de la ma?ana. No recuerdo haberme quedado dormida.

 

Llego a casa de Alain a las siete, después de ducharme, embutir el resto de mis cosas en el talego, pagar el hotel y coger un taxi en la calle.

 

Alain me recibe en la puerta, ya vestido para emprender nuestro viaje: pantalones de sport, camisa y una corbata azul marino. Me besa en las dos mejillas y me abraza.

 

—Veo que tú tampoco has dormido demasiado —dice.

 

—Casi nada.

 

—Pasa —dice y se hace a un lado—. Están aquí mi amigo Simon, que conoció a nuestra familia antes de la guerra, y mi amigo Henri, que es otro superviviente. Quieren conocerte.

 

Con el alma en vilo, sigo a Alain hacia el interior de su apartamento. En el salón, dos hombres beben tacitas de espresso junto a la ventana, mientras la luz que entra a raudales ilumina sus cabelleras blancas como la nieve. Los dos se ponen de pie y me sonríen cuando entro y observo que parecen mayores que Alain y están bastante más encorvados.

 

El que tengo más cerca habla primero. Sus ojos verdes están llorosos.

 

—Alain tiene razón. Eres igualita a Rose —susurra.

 

—Simon —dice Alain, que entra en el salón después que yo—, te presento a mi sobrina Hope McKenna-Smith. Hope, este es mi amigo Simon Ramo, que conocía a tu abuela.

 

—Eres igualita a ella —repite.

 

Avanza unos pasos hacia el centro de la habitación. Cuando se agacha para darme un beso en cada mejilla, observo dos cosas: que está temblando y que lleva un número tatuado en la parte interna del antebrazo izquierdo.

 

Se da cuenta de que me quedo mirándolo.

 

—Auschwitz —se limita a decir.

 

Asiento con la cabeza y miro enseguida hacia otro lado, avergonzada.

 

—Yo también —dice el otro hombre.

 

Levanta el brazo izquierdo y veo un tatuaje similar: la letra be seguida de cinco dígitos. Se adelanta para besarme en las dos mejillas y retrocede sonriendo.

 

—Nunca conocí a tu abuela —dice—, pero debió de ser muy guapa, porque tú eres hermosa, jovencita.

 

Sonrío apenas.

 

—Gracias.

 

—Soy Henri Levy.

 

Me da un vuelco el corazón y miro a Alain.

 

—?Levy?

 

—Es un apellido muy común —explica Alain rápidamente—. No tiene nada que ver con Jacob.

 

—Ah —digo y me siento extra?amente abatida.

 

—?Nos sentamos? —Henri se?ala las sillas—. Tu tío olvida que tengo noventa y dos a?os. Como él está, ?cómo se dice en inglés?, hecho un chaval…

 

Suelto una carcajada y Alain sonríe.

 

—Pues sí, un chaval —dice Alain—. Seguro que eso es lo que ve la joven Hope cuando me mira.

 

—No prestes atención a estos ancianos, Hope —me dice Simon, mientras regresa tambaleándose a su silla—. La juventud se lleva dentro y hoy por dentro me siento de treinta y cinco.

 

Sonrío y, al cabo de un momento, Alain me ofrece una taza de espresso que acepto agradecida. Los cuatro nos sentamos en el salón y Simon se inclina hacia delante.

 

—Ya sé que ya lo he dicho —empieza—, pero me haces retroceder en el tiempo. Tu abuela era… es… una mujer maravillosa.

 

—Siempre ha estado enamorado de ella —agrega Alain con una sonrisa burlona—, pero él tenía once a?os, como yo, y ella le hacía de canguro.

 

Simon mueve la cabeza de un lado a otro y dirige a Alain una mirada fulminante.

 

—Ella también estaba enamorada de mí —dice—. Lo que pasa es que todavía no se había dado cuenta.

 

Alain ríe.

 

—Te olvidas de Jacob Levy.

 

Simon pone los ojos en blanco.

 

—Mi gran rival por el afecto de Rose.

 

Alain me mira y dice:

 

—Jacob solo era el rival de Simon en la imaginación de Simon. Para el resto del mundo, Jacob era el príncipe azul y Simon, un sapo en miniatura con unas piernas como palillos.

 

—?Oye! —protesta Simon—, que mis piernas se han desarrollado muy bien, gracias.

 

Se se?ala las piernas y me gui?a el ojo.

 

Vuelvo a reír.

 

—Vamos a ver —dice Henri al cabo de un momento—, tal vez Hope nos pueda contar algo sobre ella. Y eso no significa que no nos interesen las piernas de Simon.

 

Los tres me miran expectantes y carraspeo, nerviosa de pronto al convertirme en el centro de atención.

 

—Ejem, ?y qué quieren saber?

 

—Alain dice que tienes una hija —comenta Henri.

 

Asiento con la cabeza.

 

—Pues sí. Se llama Annie y tiene doce a?os.

 

Simon me sonríe.

 

—?Y qué más, Hope? —pregunta—. ?A qué te dedicas?

 

—Tengo una panadería. —Miro fijamente a Alain—. Mi abuela la abrió en 1952. Son todas recetas de su familia, de aquí, de París.

 

Alain mueve la cabeza de un lado a otro y se vuelve hacia sus amigos.

 

—Es increíble, ?no es cierto?, que haya mantenido viva la tradición de nuestra familia todos estos a?os…

 

—Más increíble sería que nos hubiese traído algo de bollería esta ma?ana —dice Henri—, ya que tú, Alain, no te has molestado en convidarnos a nada.

 

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