La lista de los nombres olvidados

Y aquello fue todo. Aquel día, el mundo se volvió muy frío para Rose. Asintió y apartó la mirada de su esposo. No lloró. No podía llorar. Ya había muerto por dentro y para llorar tenía que estar viva. ?Y cómo podría vivir sin Jacob?

 

Jacob siempre le había dicho que el amor los salvaría y ella le había creído, pero él se había equivocado. Ella se había salvado, pero ?de qué servía ella sin él? ?Qué sentido tenía su vida?

 

En aquel momento se asomó Josephine; llevaba puesto el camisón rosado largo de algodón que Rose le había hecho y una mu?eca en la mano.

 

—?Qué pasa, mami? —preguntó Josephine desde la puerta, pesta?eando frente a sus padres, con cara de dormida.

 

—No pasa nada, mi vida —dijo Rose.

 

Se puso de pie y cruzó la habitación para arrodillarse junto a su hija. Miró a la ni?a y pensó que aquella era su familia entonces, que el pasado había quedado atrás y que por ella tenía la obligación de seguir adelante.

 

Sin embargo, no sintió nada.

 

Después de volver a arropar a Josephine en la cama y de cantarle una nana que su propia madre le cantaba hacía tantos a?os, se acostó junto a Ted en la oscuridad, hasta que se dio cuenta de que el pecho de él subía y bajaba en sue?os y sintió que caía en brazos de Morfeo.

 

Entonces se levantó despacio, sin hacer ruido, y se dirigió al salón. Subió la escalera estrecha que conducía al peque?o mirador situado en lo alto de la casa y salió a la noche serena.

 

Una luna llena pendía, pesada, sobre la bahía del cabo Cod que Rose vislumbraba por encima de los tejados. Su luz pálida se reflejaba en el agua y, mirando hacia abajo, casi parecía como si el mar estuviese iluminado desde el interior. Sin embargo, Rose no miraba hacia abajo. Aquella noche escudri?aba el firmamento en busca de las estrellas que había bautizado. Mama. Papa. Hélène. Claude. Alain. David. Danielle.

 

—Perdón —susurró al cielo—. Estoy tan arrepentida.

 

No hubo respuesta. Oía, no muy lejos, las olas que lamían la orilla, pero el cielo guardaba silencio.

 

Estuvo oteando el cielo y murmurando disculpas hasta que empezó a romper el día sobre el horizonte, por el este, pero ella seguía sin poder encontrarlo. ?Sería aquel su destino? ?Se le habría perdido para siempre?

 

—Jacob, ?dónde estás? —imploró al cielo.

 

No obtuvo respuesta.

 

 

 

 

 

Capítulo 14

 

 

Cae la noche y el aire de París se detiene. Primero, el color del cielo se vuelve más intenso y pasa del azul lavanda claro y brumoso de las últimas horas de la tarde al cerúleo fuerte del anochecer, surcado de naranja y dorado en el horizonte. A medida que las estrellas empiezan a agujerear el manto del crepúsculo, las nubes tenues se aferran a la claridad que va desapareciendo y adquieren tonalidades rojo rubí y rosadas. Por fin, cuando el azul zafiro se apaga en la noche, se encienden las luces de París, titilantes e infinitas como las estrellas. Me detengo en el Pont des Arts con Alain y me maravillo al ver que la torre Eiffel empieza a brillar con un millón de lucecitas blancas sobre el cielo aterciopelado.

 

—Nunca he visto nada tan hermoso —murmuro.

 

Alain me había propuesto dar un paseo, porque, después de hablar tanto del pasado, necesitaba un descanso. Estoy impaciente por conocer la historia de Jacob, pero no quiero presionarlo. Tengo que repetirme una y otra vez que Alain tiene ochenta a?os y que ha de ser doloroso para él recuperar estos recuerdos sepultados durante tanto tiempo.

 

Nos apoyamos en la barandilla del puente, mirando hacia el oeste, y, cuando cierra la mano con suavidad alrededor de la mía, siento que le tiembla.

 

—Lo mismo decía tu abuela —dice con dulzura—. Solía traerme aquí cuando era ni?o, antes de la ocupación, y me explicaba que la puesta de sol sobre el Sena era un espectáculo divino, montado exclusivamente para nosotros.

 

Las lágrimas asoman a mis ojos y muevo la cabeza para deshacerme de ellas, porque emborronan aquella vista perfecta.

 

—Siempre que me siento solo —dice Alain—, vengo aquí. Durante a?os he so?ado que Rose estaba con Dios y que iluminaba el cielo para mí y nunca, en todo este tiempo, se me ocurrió pensar que pudiera estar viva.

 

—Tenemos que volver a tratar de hablar con ella —digo.

 

Habíamos llamado a su número de teléfono antes de salir a pasear, pero no habíamos obtenido respuesta. Probablemente se estaba echando una cabezada, algo que parecía hacer más a menudo últimamente.

 

—Tenemos que decirle que te he encontrado, aunque puede ser que no lo comprenda o no lo recuerde.

 

—Desde luego —dice Alain—. Y después iré contigo, cuando regreses al cabo Cod.

 

Me vuelvo y lo miro fijamente.

 

—?De verdad? ?Vendrás conmigo?

 

Sonríe.

 

—He pasado setenta a?os sin una familia —dice— y no quiero perder ni un instante más. Tengo que ver a Rose.

 

Sonrío en la oscuridad.

 

Cuando los últimos rayos del sol han penetrado en el horizonte y ya han salido todas las estrellas, Alain me coge del brazo y emprendemos el lento regreso por donde hemos venido, hacia el grandioso Louvre, radiante bajo la luz apagada y reflejado en el río, a nuestros pies.

 

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