La lista de los nombres olvidados

Cuando se marchó de Nueva York, ya sabía que todos habían desaparecido. Se lo habían contado los ?fantasmas?. Uno había visto enfermar a su padre cuando trabajaba en el crematorio de Auschwitz. Otra había sostenido la mano de su madre cuando murió. Otra trabajaba al lado de Hélène y un día, al regresar del campo —Hélène se había sentido mal y no se había podido levantar de la cama—, la encontró en el suelo: los guardias la habían matado a golpes y tenía el hermoso cabello casta?o todo ensangrentado. El destino de los demás estaba menos claro y Rose no hizo preguntas. La cuestión era que todos habían muerto. Todos.

 

Por eso, cuando Ted le prometió una vida alejada de aquellos ?fantasmas? ojerosos, lejos de Nueva York y en un lugar fantástico llamado el cabo Cod, donde —le dijo— las olas rompían en playas de arena y había campos de arándanos, ella aceptó, porque lo quería y porque tenía que acabar de convertirse en otra persona. Necesitaba centrarse en crear una familia, porque la que tenía antes se había esfumado para siempre.

 

Sin embargo, en 1949, siete a?os después de marcharse de París, había sentido la necesidad de cerciorarse. Sabía que no podría enterrar a Rose Picard sin la certeza que solo le proporcionarían los registros oficiales. ?Y si alguno de los ?fantasmas? se hubiese equivocado? ?Y si la peque?a Danielle hubiese sobrevivido y estuviese en algún orfanato, convencida de que no había nadie en el mundo que la quisiera? ?Y si Hélène no hubiese muerto en el suelo, sino que hubiese escapado y estuviera esperándola y preguntándose dónde estaría? ?Y si la ?fantasma? que afirmaba haber sostenido la mano de su madre hubiese confundido la identidad de la mujer que había visto morir?

 

Sin embargo, Rose no podía ir. Ya había sido casi un milagro que hubiese podido entrar en Estados Unidos con documentación falsa. Era probable que el personal de inmigración solo hubiese hecho la vista gorda porque estaba casada con Ted, que era un héroe de guerra. Ella ya había hecho sus arreglos y se había establecido en Estados Unidos; además, tenía una hija peque?a que la necesitaba. No confiaba en Francia y no confiaba en poder volver a salir. Además, temía que su corazón no soportara regresar, de todos modos.

 

Por eso, le pidió a Ted que fuera él y, porque la amaba y porque era un buen hombre, él accedió.

 

Partió un lunes luminoso de verano y ella se quedó esperando. Los segundos tardaban minutos en pasar y los minutos parecían horas. El tiempo se estiraba como los caramelos masticables que Ted, la peque?a Josephine y ella habían probado el verano anterior en Atlantic City.

 

Cuando por fin regresó a casa, aquel viernes a última hora, la hizo sentar al calor todavía húmedo de la noche en el cabo Cod y se lo contó todo.

 

Había ido a la sinagoga en la que Rose había crecido. Ella se apenó mucho cuando él le dijo que la habían destruido durante la guerra, aunque la habían reconstruido y había quedado como nueva. él no comprendía —ella lo advirtió entonces— que, cuando algo se reconstruye, nunca queda igual. Lo que se ha destruido no se recupera jamás.

 

—Todos han muerto, Rose —le dijo con dulzura, mirándola a los ojos y cogiéndole las manos con fuerza, como si temiera que ella se alejara flotando, como un globo de helio, hacia el cielo—. Tu madre, tu padre, tus hermanos y hermanas. Todos. Lo siento mucho.

 

—Ah —fue todo lo que ella pudo decir.

 

—Hablé con el rabino que había allí —dijo Ted con suavidad— y me ense?ó dónde encontrar los registros. Lo siento mucho.

 

Ella no dijo nada.

 

—?Quieres saber lo que les ocurrió, Rose? —preguntó Ted.

 

—No.

 

Movió la cabeza de un lado a otro y miró hacia otro lado. No podía oírlo. Temía que eso le partiese el corazón en mil pedazos. ?Moriría allí mismo, delante de su esposo y con su hijita en el piso superior, cuando se le partiera?

 

—Es culpa mía —susurró.

 

—?No, Rose! —exclamó Ted—. No puedes sentirte así. Nada de esto es culpa tuya.

 

La estrechó entre sus brazos, pero el cuerpo de ella estaba rígido, reacio.

 

Ella movió con lentitud la cabeza de un lado a otro contra el pecho de él.

 

—Lo sabía —susurró—. Yo sabía que vendrían a buscarnos y no me esforcé lo suficiente para salvarlos.

 

Sabía que tendría que vivir con aquello para siempre, pero no sabía cómo. Por eso ya no podía seguir siendo ella misma y por eso se había consolado con Rose Durand y, después, con Rose McKenna. Era imposible ser Rose Picard. Rose Picard había muerto en Europa con su familia hacía mucho tiempo.

 

—No es culpa tuya —volvió a decir Ted—. Tienes que dejar de echarte la culpa.

 

Ella asintió con la cabeza, porque sabía que era lo que se esperaba de ella. Se apartó de él.

 

—?Y Jacob Levy? —preguntó con voz inexpresiva, alzando la vista por fin para mirar a Ted a los ojos.

 

Entonces fue él quien apartó la mirada.

 

—Mi querida Rose —le dijo—, tu amigo Jacob murió en Auschwitz, justo antes de la liberación del campo.

 

Rose parpadeó unas cuantas veces. Se sentía como si alguien le hubiese metido la cabeza debajo del agua. De pronto, no podía ver ni respirar. Boqueaba.

 

—?Estás seguro? —preguntó al cabo de un buen rato, cuando los pulmones se le volvieron a llenar de aire.

 

—Lo lamento —dijo Ted.

 

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