La lista de los nombres olvidados

Al principio me responde el silencio. Vuelvo a llamar y, cuando estoy a punto de marcharme, me llegan del otro lado un crujido y una voz masculina apagada.

 

—?Hola! —grito prácticamente dentro del portero automático y de golpe me late con fuerza el corazón—. Estoy tratando de localizar a Alain Picard.

 

Hay una pausa y después más crujidos y una voz masculina apagada.

 

—Perdón, no comprendo —digo—. Estoy… tratando de encontrar a Alain Picard.

 

El altavoz vuelve a crujir, la voz dice algo y entonces oigo con alivio el zumbido de la puerta al abrirse.

 

La empujo y entro rápidamente a un patio hermoso y diminuto, con enredaderas que trepan por los viejos muros de piedra enmarcados por rosas rojas y narcisos amarillos. Lo atravieso enseguida y me interno en el edificio. Está en el apartamento 2B, según ha dicho monsieur Berr. Subo un tramo de las escaleras de la esquina y por un momento me quedo sorprendida al ver que los dos apartamentos que tengo delante son el 1A y el 1B. Entonces recuerdo que, en Francia, la planta baja no cuenta como piso y subo otro tramo de escaleras.

 

El corazón me late con fuerza cuando llamo a la puerta del 2B. En cuanto se abre y me encuentro cara a cara con un anciano de abundante cabellera blanca y ligeramente encorvado, estoy segura. Tiene los ojos de Mamie, esos ojos gris pizarra levemente almendrados que mi madre heredó de ella. He encontrado a mi tío abuelo. Ya no me cabe duda de que Mamie pertenece a esta familia misteriosa y desaparecida, los Picard, y, por consiguiente, yo también. Respiro hondo y, cuando recupero el habla, logro preguntar:

 

—?Alain Picard?

 

—Oui —dice él.

 

Me mira fijamente, mueve la cabeza de un lado a otro y dice algo en francés, muy rápido.

 

—Yo… Perdón —digo—, pero solo hablo inglés. Lo siento.

 

—Perdóneme, mademoiselle —dice, cambiando al inglés sin esfuerzo—. Es que se parece usted a alguien que conocía. Es como ver a un fantasma.

 

El corazón me palpita con fuerza.

 

—?Le recuerdo a su hermana? —pregunto—. ?A Rose?

 

Empalidece.

 

—Pero ?cómo sabía usted…?

 

No acaba la pregunta.

 

—Creo que soy su sobrina nieta —le digo—. Soy la nieta de Rose, Hope.

 

—No —dice con una voz que es casi un susurro—. No, no, no puede ser. Mi hermana murió hace setenta a?os.

 

Muevo la cabeza de un lado a otro.

 

—Pues no —digo—, aún está viva.

 

—Non, ce n’est pas possible —murmura—. No puede ser.

 

—Ella siempre creyó que usted había muerto —le digo en voz baja.

 

Me mira fijamente.

 

—?Está viva? —susurra al cabo de un buen rato—. ?Está usted segura?

 

Asiento con la cabeza, porque las palabras se me atascan en el nudo que se me ha hecho de pronto en la garganta.

 

—Pero ?cómo… cómo es que está usted aquí? ?Cómo me ha encontrado?

 

—Ella me pidió que viniera a París a averiguar lo que había sido de su familia —le digo—, pero su nombre no constaba en ningún registro.

 

Le explico rápidamente que los empleados del Mémorial me enviaron a ver a Olivier Berr.

 

—Lo recuerdo —dice en voz baja—. También habló con Jacob. Hace mucho tiempo, al acabar la guerra.

 

—?Jacob? —pregunto.

 

Abre mucho los ojos.

 

—?No sabe quién es Jacob?

 

Lo niego con la cabeza.

 

—?Es otro hermano suyo?

 

Me pregunto por qué Mamie no habrá puesto su nombre en la lista.

 

Alain mueve la cabeza de un lado a otro lentamente.

 

—No —dice—, pero era la persona más importante del mundo para Rose.

 

Alain entra en el apartamento, que es peque?o y está repleto de libros, y yo voy tras él. Hay docenas de tazas de té con sus platillos a juego en las estanterías y encima de las vitrinas e incluso hay unos cuantos enmarcados sobre las paredes.

 

—Mi esposa los coleccionaba —explica Alain al ver que los miro y se?alando con la cabeza un estante lleno de tazas y platillos, mientras va arrastrando los pies por el corredor hacia un salón—. A mí nunca me han gustado, pero, cuando murió, no pude tirarlos.

 

—Lo lamento —le digo—. ?Cuándo fue que ella…?

 

—Hace mucho tiempo —responde, mirando hacia abajo. Entramos en el salón y me indica con la mano uno de los dos sillones de respaldo alto tapizados en terciopelo rojo. Me siento en uno y él se deja caer, temblequeando, en el otro—. Mi Anne fue una de las pocas supervivientes de Auschwitz. Solíamos decir que había sido afortunada, aunque, por lo que le hicieron, nunca pudo tener hijos. Murió de pena a los cuarenta a?os.

 

—Mi más sincero pésame —murmuro.

 

—Gracias —dice. Se inclina hacia delante con avidez y me mira fijamente con unos ojos que me resultan dolorosamente familiares—. Ahora, por favor, hábleme de Rose. Perdóneme, pero esto me ha conmocionado.

 

Kristin Harmel's books