La lista de los nombres olvidados

Allí, en blanco y negro, está el nombre ?Picard, A?. Respiro hondo y aprieto el timbre situado junto al apellido, ya familiar. Solo entonces me doy cuenta de que me tiemblan las manos.

 

El corazón me late como loco mientras espero. No contestan. Aprieto otra vez el timbre, pero siguen sin responder. Me desespero. ?Y si es demasiado tarde? ?Y si ha muerto? Me digo que también es posible que simplemente haya salido: es media tarde de un día precioso de oto?o. Puede que haya ido a dar un paseo o a comprar. Me quedo en el exterior del edificio unos minutos, con la esperanza de que entre o salga alguien a quien poder preguntarle por él, pero la calle está en silencio y no pasa nadie.

 

Miro el reloj. Tal vez esté en la Place des Vosgues jugando al ajedrez, como dijo monsieur Berr. Saco el plano, busco la sección correspondiente y veo que el parque queda a menos de una manzana de donde estoy. Me vuelvo y echo a andar en esa dirección.

 

En el camino me detengo en una cabina telefónica y, después de pasar unos minutos tratando de conseguir un operador que hable inglés, uso mi tarjeta Visa para llamar al teléfono móvil de Annie. Me doy cuenta de que probablemente esté durmiendo y no responda, pero de pronto me muero por contarle lo que he averiguado. Responde el contestador automático y, aunque me lo esperaba, me desilusiono igual. No sé si contarle algo de Alain, pero, en cambio, le digo: ?Justo estaba pensando en ti, cielo, y quería saludarte. París es precioso. Creo que he averiguado algo, pero trato de no hacerme muchas ilusiones. Te llamo después. Te quiero?.

 

Al cabo de cinco minutos entro en la Place des Vosgues por el central de los tres arcos de piedra que hay debajo de un edificio. Toda la plaza está rodeada por construcciones uniformes de ladrillo y piedra, con techos grises, puertas ventanas y balcones estrechos. Casi veinte árboles altos con hojas de color verde irlandés rodean una estatua ecuestre situada en medio del parque rectangular, mientras que cuatro fuentes con dos niveles se yerguen en las cuatro esquinas ajardinadas, enmarcadas por senderos de tierra.

 

Miro alrededor para ver si alguien coincide con la descripción general de Alain, pero, de momento, el hombre más viejo que he visto —uno que pasea a un perrillo negro— no puede tener mucho más de sesenta a?os. Recorro rápidamente el parque a lo largo, mirando a la cara a todas las personas con las que me cruzo, pero aquí no hay nadie que pueda ser Alain. Suspiro acongojada y salgo por donde entré. Empiezo a caer en la cuenta de que podría no encontrarlo, ni aquí ni en ninguna otra parte. Aparto la sensación de amarga decepción: todavía no me puedo dar por vencida.

 

Deambulo hacia el este para hacer tiempo antes de regresar a la dirección que me ha dado monsieur Berr. Giro unas cuantas esquinas, paso junto a edificios de apartamentos y tiendas, hasta llegar a una calle estrecha llena de gente que entra y sale rápidamente de tiendas de dise?o. ?Rue des Rosiers?, leo en un letrero. Recorro la calle y contemplo una combinación desconcertante de carnicerías, librerías y sinagogas de aspecto antiguo que alternan con tiendas de ropa modernas.

 

Me detengo delante de una fachada estrecha marcada con la estrella de David y la palabra synagogue, que, aparentemente, se dice igual en francés que en inglés. El corazón me late con fuerza y extiendo una mano temblorosa para tocar la pared exterior. Me pregunto cuánto tiempo llevará aquí y si mi abuela habrá venido en algún momento.

 

Mientras estoy de pie absorta en mis pensamientos, un aroma familiar me devuelve al presente. El aire huele apenas a los Star Pies mantecosos, con olor a canela y rellenos de higos y ciruelas, que horneo todos los días en mi propia panadería.

 

Me vuelvo con lentitud y me encuentro delante de una fachada de color rojo intenso con grandes escaparates rebosantes de panes y pasteles. Una panadería. Parpadeo unas cuantas veces y, como atraída por un imán invisible, cruzo la calle flotando y atravieso el umbral.

 

El interior de la tienda está atestado de gente. A la derecha hay un exhibidor refrigerado con carnes y ensaladas preparadas; a la izquierda, un despliegue aparentemente infinito de bagels, tartas de queso, pasteles, tartaletas y pastelillos, cada uno con un cartelito con el nombre en francés y el precio en euros.

 

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