—Pero ?cómo reunió tanta información?
—A cada persona que encontraba le preguntaba los nombres de todos sus conocidos que hubiesen desaparecido y de todos sus conocidos que hubiesen sobrevivido. Familiares, amigos, vecinos: lo que fuera. Ninguna información era peque?a o insignifiant. Cada uno representaba una vida perdida o una vida salvada. A lo largo de los a?os, he escrito y reescrito sus memorias, las he organizado en volúmenes, he seguido las pistas que me daban y he buscado a los que han sobrevivido.
—Dios mío —murmuro.
—Cada una de las personas que ha sobrevivido después de estar en un campo —prosigue— tiene muchas historias que contar. Esas personas suelen ser la clave para saber quiénes han desaparecido y cómo. Para otros, la única clave que tenemos es que no han regresado jamás, pero aquí están sus nombres y todos los pormenores que conocemos.
—Pero ?por qué no están estas listas en el Mémorial de la Shoah? —pregunto.
—No es el tipo de registro que llevan ellos —dice—. Allí se conservan los registros oficiales, los que hacen los gobiernos. Estos no son oficiales y, por ahora, quiero conservar mis listas conmigo, porque siempre encuentro nombres nuevos y es importante continuar el trabajo de toda mi vida. Cuando muera, estos libros irán al Mémorial. Tengo la esperanza de que también ellos los mantengan vivos y que, al hacerlo, mantengan vivas para siempre a las personas que pueblan estas páginas.
—Esto es increíble, monsieur Berr —le digo.
Asiente con la cabeza y sonríe apenas.
—No es tan increíble. Lo increíble sería vivir en un mundo en el que no hubiera necesidad de confeccionar listas de los difuntos. —Sin darme tiempo a responder, pone un dedo en la página del libro abierto y dice con tranquilidad—: Los he encontrado.
Lo miro confundida.
?A su familia —me aclara.
Abro mucho los ojos.
—Espere, ?ha encontrado sus nombres? ?Tan rápido?
Ríe entre dientes.
—He vivido dentro de estas listas muchos a?os, madame. Me las sé al dedillo.
Cierra los ojos un momento y después se concentra en la página que tiene delante.
—La familia Picard —dice—. Dix, rue du Général Camou, septième arrondissement.
—?Y eso qué significa?
—Era la dirección de su abuela —dice—. El número 10 de la calle Général Camou. He procurado incluir las direcciones siempre que he podido. —Sonríe un poco y a?ade—: Su abuela debió de vivir en un lugar bonito, a la sombra de la torre Eiffel.
Trago saliva.
—?Y qué más dice?
Sigue leyendo un poco antes de hablar.
—Los padres eran Albert y Cecile. Albert era médico. Los hijos eran Hélène, Rose, Claude, Alain, David y Danielle.
—Rose es mi abuela —susurro.
Alza la mirada del libro y sonríe.
—Entonces tendré que cambiar mi lista.
—?Por qué?
—Porque en ella figura como dada por muerta el 15 de julio de 1942 en París. —Mira algo en la página, entornando los ojos—. Aquella noche salió y no regresó nunca más, según mis anotaciones. Al día siguiente se llevaron a toda su familia.
No me salen las palabras y me lo quedo mirando fijamente.
?El 16 de julio de 1942 —prosigue y su voz se ha suavizado—: el primer día de la redada del Vel’ d’Hiv.
Tengo la garganta seca. Es el arresto masivo de trece mil parisinos sobre el cual he leído algo en internet.
?Yo también estuve ahí —a?ade en voz baja—. Ese día se llevaron a mi familia.
Lo miro fijamente.
—Lo lamento.
Mueve la cabeza de un lado a otro.
—Fue el final de la vida que conocía antes —dice en voz baja— y el comienzo de la que vivo ahora.
Se produce un silencio.
—?Y qué pasó? —pregunto por fin.
Mira a lo lejos.
—Vinieron a buscarnos antes del amanecer. No me lo esperaba. No sabía que podía ocurrir algo así. Cuando miro atrás, me doy cuenta de que debí haberlo pensado. Todos deberíamos haberlo imaginado. Sin embargo, en la vida a veces es más fácil creer que todo va a salir bien. No queríamos ver la verdad.
—Pero ?cómo podía haberlo imaginado? —pregunto.
Mueve apenas la cabeza.
—Es fácil mirar atrás y preguntárselo, pero tiene usted razón: habría sido imposible saber lo que se nos venía encima. A nosotros, mi mujer y mi hijo de apenas tres a?os, nos llevaron, como a muchos otros, al Vélodrome d’Hiver en el quinzième, cerca de la torre Eiffel y muy cerca del Sena. Allí había puede que siete mil o puede que ocho mil personas. Era difícil contarlos a todos. Un mar de gente. No había comida. Casi no había agua. Estábamos todos api?ados, como sardinas en lata. Algunas personas se suicidaban. Vi a una madre que asfixió a su bebé y pensé que estaba loca, pero, al final del tercer día, comprendí que lo había hecho por compasión. Después, cuando se puso a gemir, vi que un guardia la mató de un tiro. Recuerdo con nitidez que pensé: ?Qué afortunada?.